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—Mochuelo, ¿dónde vas a ir hoy?
—Al demonio. ¿Quieres venir?
—Sí —afirmaba la niña, sin pensar lo que decía.
Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se reían y le mortificaban, diciéndole que la
Uca—uca estaba enamorada de él.
Un día, Daniel, el Mochuelo, para zafarse de la niña, le dio una moneda y le dijo:
—Uca—uca, toma diez y vete a la botica a pesarme.
Ellos se fueron al monte y, al regresar, ya de noche, la Mariuca—uca les aguardaba
pacientemente,
sentada a la puerta de la quesería. Se levantó al verles, se acercó a Daniel y le devolvió
la moneda.
—Mochuelo —dijo—, dice el boticario que para pesarte has de ir tú.
Los tres amigos se reían espasmódicamente y ella les miraba con sus intensos ojos
azules, probablemente sin comprenderles.
Uca—uca, en ocasiones, había de echar mano de toda su astucia para poder ir donde
el Mochuelo.