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historia sencilla que el Manco relataba con sencillez. —Fue mi hermano, ¿sabéis? —decía—. Era leñador. En los concursos ganaba siempre el primer premio. Partía un grueso tronco en pocos minutos, antes que nadie. Él quería ser boxeador. La vocación del hermano de Quino, el Manco, acrecía la tentación de los rapaces. Quino proseguía: —Claro que esto no sucedió aquí. Sucedía en Vizcaya hace quince años. No está lejos Vizcaya, ¿sabéis? Más allá de estos montes —y señalaba la cumbre fosca, empenachada de bruma, del Pico Rando—. En Vizcaya todos los hombres quieren ser fuertes y muchos lo son. Mi hermano era el más fuerte del pueblo, por eso quería ser boxeador; porque les ganaba a todos. Un día, me dijo: "Quino, aguántame este tronco, que voy a partirlo de cuatro hachazos". Esto me lo pedía con frecuencia, aunque nunca partiera los troncos de cuatro hachazos. Eso era un decir. Aquel día se lo aguanté firme, pero en el momento de descargar el golpe, yo adelanté la mano para hacerle una advertencia y ¡zas! —las tres caritas infantiles expresaban, en este instante, un mismo nivel emocional. Quino, el Manco, se miraba cariñosamente el muñón y sonreía—: La mano saltó a cuatro metros de distancia, como una astilla — continuaba—. Y cuando yo mismo fui a recogerla, todavía estaba caliente y los dedos se retorcían solos, nerviosamente, como la cola de una lagartija. El Moñigo temblaba al preguntarle: —¿Te... te importa enseñarme de cerca el muñón, Manco? Quino adelantaba el brazo, sonriente: —Al contrario —decía. Los tres niños, animados por la amable concesión del Manco, miraban y remiraban la incompleta extremidad, lo sobaban, introducían las uñas sucias por las hendiduras de la carne, se hacían uno a otro indicaciones y, al fin, dejaban el muñón sobre la mesa de piedra como si se tratara de un objeto ya inútil. La Mariuca, la niña, se crió con leche de cabra y el mismo Quino le preparó los biberones hasta que cumplió el año. Cuando la abuela materna le insinuó una vez que