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sus compañeros.
¿Y mis calvas, entonces? —dijo con terca insistencia—. También saben saladas. Y mis
calvas no me las hice con ningún hierro. Me las pegó un pájaro.
El Moñigo y el Mochuelo se miraron atónitos, pero, uno tras otro, se inclinaron sobre
la morena cabeza de Germán, el Tiñoso, y lamieron una calva cada uno. Daniel, el
Mochuelo, reconoció en seguida:
—Sí, saben saladas.
Roque, el Moñigo, no dio su brazo a torcer:
—Pero eso no es una cicatriz. Las calvas no son cicatrices. Ahí no tuviste herida nunca.
Nada tiene que ver que sepan saladas.
Y el ventanuco iba oscureciéndose y el valle se tornaba macilento y triste, y ellos
seguían discutiendo sin advertir que se hacía de noche y que sobre el tejado de pizarra
repiqueteaba aún la lluvia y que el tranvía interprovincial subía ya afanosamente vía
arriba, soltando, de vez en cuando, blancos y espumosos borbotones de humo, y
Daniel, el Mochuelo, se compungía pensando que él necesitaba una cicatriz y no la
tenía, y si la tuviera, quizá podría dilucidar la cuestión sobre si las cicatrices sabían
saladas por causa del sudor, como afirmaba el Tiñoso, o por causa del hierro, como
decían el Moñigo y Lucas, el Mutilado.