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el Moñigo, se inclinó de repente, y la lamió con la punta de la lengua. Tras un rápido
paladeo, afirmó:
—Sigue sabiendo salada. Dice Lucas, el Mutilado, que es por el hierro. Las cicatrices de
hierro saben siempre saladas. Su muñón también sabe salado y el de Quino, el Manco,
también. Luego, con los años, se quita ese sabor.
Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, le escuchaban escépticos. Roque, el Moñigo,
receló de su incredulidad. Acercó la pierna a ellos e invitó:
—Probad, veréis como no os engaño.
El Mochuelo y el Tiñoso cambiaron unas miradas vacilantes. Al fin, el Mochuelo se
inclinó y rozó la cicatriz con la punta de la lengua.
—Sí, sabe salada —confirmó.
El Tiñoso lamió tras él y asintió con la cabeza. Después dijo:
—Sí, es cierto que sabe salada, pero no es por el hierro, es por el sudor. Probad mi
oreja, veréis como también sabe salada.
Daniel, el Mochuelo, interesado en el asunto, se aproximó al Tiñoso y le lamió el lóbulo
dividido de la oreja.
—Es verdad —dijo—. También la oreja del Tiñoso sabe salada.
—¿A ver? —inquirió dubitativo, el Moñigo.
Y deseoso de zanjar el pleito, chupó con avidez el lóbulo del Tiñoso con la misma
fruición que si mamase. Al terminar, su rostro expresó un profundo desencanto.
—Es cierto que sabe salada también —dijo—. Eso es que te dañaste con la cerca de
alambre y no con la púa de una zarzamora como crees.
—No —saltó el Tiñoso, airado—; me rasgué la oreja con la púa de una zarzamora.
Estoy bien seguro.
—Eso crees tú.
Germán, el Tiñoso, no se daba por vencido. Agachó la cabeza a la altura de la boca de