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En aquellos días, la Sara huía a los bosques llevando de la mano a Roque, el Moñigo.
Pero éste no sentía tampoco temor de los aviones, ni de las bombas. Corría porque
veía correr a todos y porque le divertía pasar el tiempo tontamente, todos reunidos en
el bosque, acampados allí, con el ganado y los enseres, como una cuadrilla de gitanos.
Roque, el Moñigo, tenía entonces seis años.
Al principio, las campanas de la iglesia avisaban del cese del peligro con tres repiques
graves y dos agudos. Más tarde, se llevaron las campanas para fundirlas, y en el pueblo
estuvieron sin campanas hasta que concluida la guerra, regaló una nueva don
Antonino, el marqués. Hubo ese día una fiesta sonada en el valle, como homenaje del
pueblo al donante. Hablaron el señor cura y el alcalde, que entonces era Antonio, el
Buche. Al final, don Antonino, el marqués, dio las gracias a todos y le temblaba la voz
al hacerlo. Total nada, que don José y el alcalde emplearon media hora cada uno para
dar las gracias a don Antonino, el marqués, por la campana, y don Antonino, el
marqués, habló durante otra media hora larga, sólo para devolver las gracias que
acababan de darle. Resultó todo demasiado cordial, discreto y comedido.
Pero la herida de Roque, el Moñigo, era de una esquirla de metralla. Se la produjo una
bomba al estallar en un prado cuando, una mañana de verano, huía precipitadamente
al bosque con la Sara. Los más listos del pueblo decían que el percance se debió a una
bomba perdida, que fue lanzada por el avión para "quitar peso". Mas Roque, el
Moñigo, recelaba que el peso que había tratado de quitar el avión era el suyo propio.
De todas maneras, Roque, el Moñigo, agradecía al aviador aquel medallón de carne
retorcida que le había dejado en el muslo.
Continuaban los tres mirando la cicatriz que parecía, por la forma, una coneja. Roque,