Leemos el camino segundo A leemos el camino A con introducción | Page 82
Al Tiñoso se le redondeaban los ojos de admiración. El Mochuelo se recostó
plácidamente sobre el montón
de heno, sintiendo a su lado la consoladora protección de Roque. Aquella amistad era
una sólida garantía por más que su madre, la Guindilla mayor y las Lepóridas se
empeñasen en considerar la compañía de Roque, el Moñigo, como un mal necesario.
Pero la tertulia de aquella tarde acabó donde acababan siempre aquellas tertulias en
el pajar de la quesería los días lluviosos: en una competencia. Roque se remangó el
pantalón izquierdo y mostró un círculo de piel arrugada y débil:
—Mirad qué forma tiene hoy la cicatriz; parece una coneja.
El Mochuelo y el Tiñoso se inclinaron sobre la pierna del amigo y asintieron:
—Es cierto; parece una coneja.
A Daniel, el Mochuelo, le contristó el rumbo que tomaba la conversación. Sabía que
aquellos prolegómenos degenerarían en una controversia sobre cicatrices. Y lo que
más abochornaba a Daniel, el Mochuelo, a los ocho años, era no tener en el cuerpo ni
una sola cicatriz que poder parangonar con las de sus amigos. Él hubiera dado diez
años de vida por tener en la carne una buena cicatriz. La carencia de ella le hacía pensar
que era menos hombre que sus compañeros que poseían varias cicatrices en el cuerpo.
Esta sospecha le imbuía un nebuloso sentimiento de inferioridad que le desazonaba.
En realidad, no era suya la culpa de tener mejor encarnadura que el Moñigo y el Tiñoso
y de que las frecuentes heridas se le cerrasen sin dejar rastro, pero el Mochuelo no lo
entendía así, y para él suponía una desgracia tener el cuerpo todo liso, sin una mala
arruga. Un hombre sin cicatriz era, a su ver, como una niña buena y obediente. Él no
quería una cicatriz de guerra, ni ninguna gollería: se conformaba con una
cicatriz de accidente o de lo que fuese, pero una cicatriz.
La historia de la cicatriz de Roque, el Moñigo, se la sabían de memoria. Había ocurrido
cinco años atrás, durante la guerra. Daniel, el Mochuelo, apenas se acordaba de la
guerra. Tan sólo tenía una vaga idea de haber oído zumbar los aviones por encima de
su cabeza y del estampido seco, demoledor, de las bombas al estallar en los prados.
Cuando la aviación sobrevolaba el valle, el pueblo entero corría a refugiarse en el
bosque: las madres agarradas a sus hijos y los padres apaleando al ganado remiso
hasta abrirle las carnes.