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veintiocho y no quise hacer más porque me entró el sueño. El Mochuelo y el Tiñoso le miraron abrumados. Aquel alarde superaba cuanto ellos hubieran podido imaginar respecto a las facultades físicas de su amigo. —A ver tú las que aguantas, Mochuelo —le dijo de repente a Daniel. —Si no sé... No he probado nunca. —Prueba ahora. —El caso es... El Mochuelo acabó tumbándose e intentando la primera flexión. Empero sus bracitos no estaban habituados al ejercicio y todo su cuerpo temblaba estremecido por el insólito esfuerzo muscular. Levantó primero el trasero y luego la espalda. —Una —cantó, con entusiasmo, y de nuevo se desplomó, pesadamente, sobre el pavimento. El Moñigo dijo: —No; no es eso. Levantando el culo primero no tiene mérito; así me hago yo un millón. Daniel, el Mochuelo, desistió de la prueba. El hecho de haber defraudado a su amigo después de aquel inmoderado esfuerzo le dejó muy abatido. Tras el frustrado intento de flexión del Mochuelo se hizo un silencio en el pajar. El Moñigo tornaba a retorcer el brazo y los músculos bailaban en él, flexibles y relevantes. Mirando su brazo, se le ocurrió al Mochuelo decir: —Tú podrás a algunos hombres, ¿verdad, Moñigo? Todavía Roque no había vapuleado al músico en la romería. El Moñigo sonrió con suficiencia. Después aclaró: —Claro que puedo a muchos hombres. Hay muchos hombres que no tienen más cosa dura en el cuerpo que los huesos y el pellejo.