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Germán, el Tiñoso, hacía como si no oyera, los dos ojos como dos faros, centrados en
el paquete de avellanas, inmóvil y sin pronunciar palabra. En el fondo, consideraba ya
el lugar del presunto impacto y si la hierba que pisaba estaría lo suficientemente
mullida para paliar el golpe. El gallito adversario perdía la paciencia:
—Toma, fisgón, para que aprendas.
Era una cosa inexplicable, pero siempre, en casos semejantes, Germán, el Tiñoso, sentía
antes la consoladora presencia del Moñigo a su espalda que el escozor del cachete. Su
consoladora presencia y su voz próxima, caliente y protectora:
—Pegaste a mi amigo, ¿verdad? —y añadía mirando compasivamente a Germán—: ¿Le
dijiste tú algo, Tiñoso?
—No abrí la boca. Me pegó porque le miraba.
La pelea ya estaba hecha y el Moñigo llevaba, además, la razón en cuanto que el otro
había golpeado a su amigo sólo por mirarle, es decir, según las elementales normas
del honor de los rapaces, sin motivo suficiente y justificado.
Y como la superioridad de Roque, el Moñigo, en aquel empeño era cosa descontada,
siempre concluían sentados en el "campo" del grupo adversario y comiéndose sus
avellanas.