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lamentarse de su cojera, de su lóbulo partido, ni de sus calvas que, al decir de su padre,
se las había contagiado un pájaro. Si los males provenían de los pájaros, bienvenidos
fuesen. Era la suya una especie de resignación estoica cuyos límites no resultaban
nunca previsibles.
—¿No te duele nunca eso? —le preguntó un día el Moñigo, refiriéndose a la oreja.
Germán, el Tiñoso, sonrió, con su sonrisa pálida y triste de siempre.
—Alguna vez me duele el pie cuando va a llover. La oreja no me duele nunca —dijo.
Pero para Roque, el Moñigo, el Tiñoso poseía un valor superior al de un simple experto
pajarero. Éste era su propia endeblez constitucional. En este aspecto, Germán, el
Tiñoso, significaba un cebo insuperable para buscar camorra. Y Roque, el Moñigo,
precisaba de camorras como del pan de cada día. En las romerías de los pueblos
colindantes, durante el estío, el Moñigo hallaba frecuentes ocasiones de ejercitar sus
músculos. Eso sí, nunca sin una causa sobradamente justificada. Hay un afán latente
de pujanza y hegemonía en el coloso de un pueblo hacia los colosos de los vecinos
pueblos, villorrios y aldeas. Y Germán, el Tiñoso, tan enteco y delicado, constituía un
buen punto de contacto entre Roque y sus adversarios; una magnífica piedra de toque
para deslindar supremacías.
El proceso hasta la ruptura de hostilidades no variaba nunca. Roque, el Moñigo,
estudiaba el terreno desde lejos. Luego, susurraba al oído del Tiñoso:
—Acércate y quédate mirándolos, como si fueras a quitarles las avellanas que comen.
Germán, el Tiñoso, se acercaba atemorizado.
De todas formas, la primera bofetada era inevitable. De otro lado, no era cosa de
mandar al diablo su buena amistad con el Moñigo por un escozor pasajero. Se detenía
a dos metros del grupo y miraba a sus componentes con insistencia. La conminación
no se hacía esperar
—No mires así, pasmado. ¿Es que no te han dado nunca una guarra?
El tiñoso impertérrito, sostenía la mirada sin pestañear y sin cambiar de postura, aunque
las piernas le temblaban un poco. Sabía que Daniel, el Mochuelo, y Roque, el Moñigo,
acechaban tras el estrado de la música. El coloso del grupo enemigo insistía:
—¿Oíste, mierdica? Te largas de ahí o te abro el alma en canal.