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—Venid conmigo al prado del Indiano. Está lloviznando y los tordos saldrán a picotear
las boñigas.
Germán, el Tiñoso, distinguía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos
del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; conocía, con detalle, sus
costumbres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que,
de haberlo deseado, hubiera aprendido a volar.
Esto, como puede suponerse, constituía para el Mochuelo y el Moñigo un don de
inapreciable valor. Si iban a pájaros no podía faltar la compañía de Germán, el Tiñoso,
como a un cazador que se estime en algo no puede faltarle el perro.
Esta debilidad del hijo del zapatero le acarreó por otra parte muy serios y sensibles
contratiempos. En cierta ocasión, buscando un nido de malvises entre la maleza de
encima del túnel, perdió el equilibrio y cayó aparatosamente sobre la vía, fracturándose
un pie. Al cabo de un mes, don Ricardo le dio por curado, pero Germán, el Tiñoso,
renqueó de la pierna derecha durante toda su vida. Claro que a él no le importaba esto
demasiado y siguió buscando nidos con el mismo inmoderado afán que antes del
percance.
En otra ocasión, se desplomó desde un cerezo silvestre, donde acechaba a los tordos,
sobre una enmarañada zarzamora. Una de las púas le rasgó el lóbulo de la oreja
derecha de arriba a abajo, y como él no quiso cosérselo, le quedó el lobulillo dividido
en dos como la cola de un frac.
Pero todo esto eran gajes del oficio y a Germán, el Tiñoso, jamás se le ocurrió