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mayor utilizaba esta treta para poder husmear en todas partes bajo un rebozo, poco
convincente, de prudencia y discreción.
Una tarde, estando Andrés, "el hombre que de perfil no se le ve", afanando en su
cuchitril, le sorprendió la llegada de doña Lola, la Guindilla.
—Zapatero —dijo, apenas estuvo ante él—, ¿cómo tiene usted al chiquillo con esas
calvas?
El zapatero no perdió la compostura ni apartó la vista de su tarea.
—Déjele estar, señora —respondió—. A la vuelta de cien años ni se le notarán las
calvas.
Los grillos, los verderones y los jilgueros armaban una algarabía espantosa y la
Guindilla y el zapatero habían de entenderse a gritos.
—¡Tenga! —añadió ella, autoritaria—. Por las noches le va usted a poner esta pomada.
El zapatero alzó la vista hasta ella, cogió el tubo, lo miró y remiró por todas partes y,
luego, se lo devolvió a la Guindilla.
—Guárdeselo —dijo—; esto no vale. Al chiquillo le ha pegado las calvas un pájaro.
Y continuó trabajando.
Aquello podía ser verdad y podía no serlo. Por de pronto, Germán, el Tiñoso, sentía
una afición desmesurada por los pájaros. Seguramente se trataba de una reminiscencia
de su primera infancia, desarrollada entre estridentes pitidos de verderones, canarios
y jilgueros. Nadie en el valle entendía de pájaros como Germán, el Tiñoso, que además,
por los pájaros, era capaz de pasarse una semana entera sin comer ni beber. Esta
cualidad influyó mucho, sin duda, en que Roque, el Moñigo, se aviniese a hacer
amistad con aquel rapaz físicamente tan deficiente.
Muchas tardes, al salir de la escuela, Germán les decía:
—Vamos. Sé dónde hay nido de curas. Tiene doce crías. Está en la tapia del boticario.
O bien: