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sucedió al quesero. Cualquier gasto menudo o el menor desembolso superfluo 108 le
producían un disgusto exagerado. Quería ahorrar, tenía que ahorrar por encima de
todo, para que Daniel, el Mochuelo, se hiciera un hombre en la ciudad, para que
progresase y no fuera como él, un pobre quesero.
Lo peor es que de esto nadie sacaba provecho. Daniel, el Mochuelo, jamás lo
comprendería. Su padre sufriendo, su madre sufriendo y él sufriendo, cuando el
quitarle el sufrimiento a él significaría el fin del sufrimiento de todos los demás. Pero
esto hubiera sido truncar 109 el camino, resignarse a que Daniel, el Mochuelo,
desertase de progresar. Y esto no lo haría el quesero; Daniel progresaría aunque
fuese a costa del sacrificio de toda la familia, empezando por él mismo.
No. Daniel, el Mochuelo, no entendería nunca estas cosas, estas tozudeces 110 de los
hombres y que se justificaban como un anhelo lógico de liberarse. Liberarse, ¿de
qué? ¿Sería él más libre en el colegio, o en la Universidad, que cuando el Moñigo y
él se peleaban a boñigazo limpio en los prados del valle? Bueno, quizá sí; pero él
nunca lo entendería.
Su padre, por otra parte, no supo lo que hizo cuando le puso el nombre de Daniel.
Casi todos los padres de todos los chicos ignoraban lo que hacían al bautizarles. Y
también lo ignoró el padre del maestro y el padre de Quino, el Manco, y el padre de
Antonio, el Buche, el del bazar. Ninguno sabía lo que hacía cuando don José, el cura,
que era un gran santo, volcaba la concha llena de agua bendita sobre la cabeza del
recién nacido. O si sabían lo que hacían, ¿por qué lo hacían así, a conciencia de que
era inútil?
A Daniel, el Mochuelo, le duró el nombre lo que la primera infancia. Ya en la escuela
dejó de llamarse Daniel, como don Moisés, el maestro, dejó de llamarse Moisés a
poco de llegar al pueblo.
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No necesario, que está de más.
Cortar una parte a algo.
Cualidad de tozudo.