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Los hermanos de Germán anudaron una toalla a su cráneo para que no se vieran las calvas y Daniel, el Mochuelo, experimentó más pena porque, de esta guisa, su amigo parecía un niño moro, un infiel. El Mochuelo esperaba que a don José, el cura, le hiciese el mismo efecto y mandase quitar la toalla. Pero don José llegó; abrazó al zapatero y administró al Tiñoso la Santa Unción sin reparar en la toalla. Los grandes raramente se percatan del dolor acervo 573 y sutil 574 de los pequeños. Su mismo padre, el quesero, al verle, por primera vez, después del accidente, en vez de consolarle, se limitó a decir: —Daniel, para que veas en lo que acaban todas las diabluras. Lo mismo que le ha ocurrido al hijo del zapatero podría haberte sucedido a ti. Espero que esto te sirva de escarmiento. Daniel, el Mochuelo, no quiso hablar, pues barruntaba 575 que de hacerlo terminaría llorando. Su padre no quería darse cuenta de que cuando sobrevino el accidente no intentaba diablura alguna, sino, simplemente, matar un tonto de agua. Ni advertía tampoco que lo mismo que él le metió la perdigonada en el carrillo la mañana que mataron el milano con el Gran Duque, podría habérsela metido en la sien y haberle mandado al otro barrio. Los mayores atribuían las desgracias a las imprudencias de los niños, olvidando que estas cosas son siempre designios de Dios y que los grandes también cometen, a veces, imprudencias. Daniel, el Mochuelo, pasó la noche en vela, junto al muerto. Sentía que algo grande se velaba dentro de él y que en adelante nada sería como había sido. Él pensaba que Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se sentirían muy solos cuando él se fuera a la ciudad a progresar, y ahora resultaba que el que se sentía solo, espantosamente solo, era él, y sólo él. Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad 576 de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa casi le asfixiaba. Vivir de esta manera era algo brillante, y a la vez, terriblemente tétrico y desolado. Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente. A la larga, todos acabarían muriendo: él, y don José, y su padre, el quesero, y su madre, y las Guindillas, y Quino, y las cinco Lepóridas, y Antonio, el Buche, y la Mica, y la Mariuca—uca, y don Antonino, el marqués, y hasta Paco, el herrero. Agudo perspicaz 573 574 575 576 Presentía Perpetuidad, continuación incesable.