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Todos eran efímeros y transitorios y a la vuelta de cien años no quedaría rastro de ellos
sobre las piedras del pueblo. Como ahora no quedaba rastro de los que les habían
precedido en una centena de años. Y la mutación se produciría de una manera lenta e
imperceptible. Llegarían a desaparecer del mundo todos, absolutamente todos los que
ahora poblaban su costra y el mundo no advertiría el cambio. La muerte era
lacónica 577 , misteriosa y terrible.
Con el alba, Daniel, el Mochuelo, abandonó la compañía del muerto y se dirigió a su
casa a desayunar. No tenía hambre, pero juzgaba una medida prudente llenar el
estómago ante las emociones que se avecinaban. El pueblo asumía a aquella hora una
quietud demasiado estática, como si todo él se sintiera recorrido y agarrotado por el
tremendo frío de la muerte. Y los árboles estaban como acorchados. Y el quiquiriquí
de los gallos resultaba fúnebre, como si cantasen con sordina o no se atreviesen a
mancillar 578 el ambiente de duelo y recogimiento que pesaba sobre el valle. Y las
montañas enlutaban, bajo un cielo plomizo, sus formas colosales. Y hasta en las vacas
que pastaban en los prados se acentuaba el aire cansino y soñoliento que en ellas era
habitual.
Daniel, el Mochuelo, apenas desayunó regresó al pueblo. Al pasar frente a la tapia del
boticario divisó un tordo picoteando un cerezo silvestre junto a la carretera. Se reavivó
en él el sentimiento del Tiñoso, el amigo perdido para siempre. Buscó el tirachinas en
el bolsillo y colocó una piedra en la badana 579 . Luego apuntó al animal
cuidadosamente y estiró las gomas con fuerza.
La piedra, al golpear el pecho del tordo, produjo un ruido seco de huesos
Breve, conciso, compendioso
Manchar
579
Onda
577
578