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unas sonrisas incisivas y unas insinuaciones de doble sentido. Menos no podía
esperarse.
Dos semanas después, la Guindilla mayor fue a ver de nuevo a don José.
—Señor cura, ¿es pecado desear que un hombre nos bese en la boca y nos estruje
entre sus brazos con todo su vigor, hasta destrozarnos?
—Es pecado.
—Pues yo no puedo remediarlo, don José. Peco a cada minuto de mi vida.
—Tú y Quino debéis casaros —dijo, sin más, el cura.
Irene, la Guindilla menor, puso el grito en el cielo al conocer la sentencia de don José:
—Le llevas diez años, Lola; y tú tienes cincuenta. Sé sensata; reflexiona. Por amor de
Dios, vuelve en ti antes de que sea tarde.
La Guindilla mayor acababa de descubrir que había una belleza en el sol
escondiéndose tras los montes y en el gemido de una carreta llena de heno, y en el
vuelo pausado de los milanos bajo el cielo límpido de agosto, y hasta en el mero
y simple hecho de vivir. No podía renunciar a ella ahora que acababa de descubrirla.
—Estoy decidida, hermana. Tú tienes la puerta abierta para marchar cuando lo desees
—dijo.
La Guindilla menor rompió a llorar, luego le dio un ataque de nervios, y, por último, se
acostó con fiebre. Así estuvo una semana. El domingo había desaparecido la fiebre. La
Guindilla mayor entró en la habitación de puntillas y descorrió las cortinas alborozada.
—Vamos, hermana, levántate —dijo—. Don José leerá hoy, en la misa, mi primera
amonestación. Hoy debe ser para ti y para mí un día inolvidable.
La Guindilla menor se levantó sin decir nada, se arregló y marchó con su hermana a
oír la primera amonestación. De regreso, ya en casa, Lola dijo:
—Anímate, hermana, tú serás mi madrina de boda.
Y, efectivamente, la Guindilla menor hizo de madrina de boda. Todo ello sin rechistar.