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—Iba por tu dinero. Dimas duró lo que las cinco mil pesetas. Tú lo dijiste. —¿Es que crees que Quino va por tu persona? La Guindilla mayor saltó, ofendida: —¿Qué motivos tienes para dudarlo? La Guindilla menor concedió: —A la vista ninguno, desde luego. —Además, yo no he de esconderme como tú. Yo someteré mi cariño a la ley de Dios. Le brillaban los ojos a la Guindilla menor: —No me hables de aquello; te lo pido por la bendita memoria de nuestros padres. Aún en el pueblo no se barruntaba 552 nada del noviazgo. Fue preciso que la Guindilla y Quino, el Manco, recorrieran las calles emparejados, un domingo por la tarde, para que el pueblo se enterase al fin. Y contra lo que Quino, el Manco, suponía, no se marchitaron los geranios en los balcones, ni se estremecieron las vacas en sus establos, ni se hendió la tierra, ni se desmoronaron las montañas al difundirse la noticia. Apenas 552 sospechaba