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Y lloraba.
Don José movía la cabeza de un lado a otro maquinalmente, como un péndulo.
—Es Quino, ¿verdad? —dijo.
El pellejo de la Guindilla mayor se ahogó en rubores. 551
—Sí, él es, don José.
—Es un buen hombre, hija; pero es una calamidad — dijo el cura.
—No importa, don José. Todo tiene remedio.
—¿Qué dice tu hermana?
—No sabe nada aún. Pero ella no tiene fuerza moral para hablarme. Sería inútil que
me diera consejos.
Irene, la Guindilla menor, se enteró al fin.
—Parece mentira, Lola. ¿Has perdido el juicio?— dijo.
—¿Por qué me dices eso?
—¿No lo sabes?
—No. Pero tú tampoco ignoras que en casa necesitamos un hombre.
—Cuando lo mío con Dimas no necesitábamos un hombre en casa.
—Es distinto, hermana.
—Ahora la que ha perdido la cabeza has sido tú; no hay otra diferencia.
—Quino tiene vergüenza.
—También Dimas parecía que la tenía.
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Color rojizo que aparece en el rostro de una persona por un sentimiento de vergüenza que