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Por la tarde, bajó a la romería. Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, le acompañaban.
Daniel, el Mochuelo, seguía triste y deprimido; sentía la necesidad de un desahogo. En
el prado olía a churros y a aglomeración humana; a alegría congestiva y vital. En el
centro estaba la cucaña, diez metros más alta que otros años. Se detuvieron ante ella
y contemplaron los intentos fallidos de dos mozos que no pasaron de los primeros
metros. Un hombre borracho señalaba con un dedo la punta de la cucaña y decía:
—Hay allí cinco duros. El que suba y los baje que me convide.
Y se reía con un cloqueo 533 contagioso. Daniel, el Mochuelo, miró a Roque, el Moñigo.
—Voy a subir yo —dijo. Roque le
acució:
—No eres hombre.
Germán, el Tiñoso, se mostraba extrañamente precavido:
—No lo hagas. Te puedes matar.
Le empujó su desesperación, un vago afán de emular al joven enlutado, a los niños del
grupo de "los voces impuras". Saltó sobre el palo y ascendió, sin esfuerzo, los primeros
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Como una gallina clueca