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Éste se peleaba con frecuencia con los rapaces del valle y siempre salía victorioso y
sin un rasguño. Una tarde, en una romería, Daniel vio al Moñigo apalear hasta
hartarse al que tocaba el tamboril. Cuando se sació de golpearle le metió el tambor
por la cabeza como si fuera un sombrero. La gente se reía mucho. El músico era un
hombre ya de casi veinte años y el Moñigo sólo tenía once. Para entonces, el
Mochuelo había comprendido que Roque era un buen árbol donde arrimarse y se
hicieron inseparables, por más que la amistad del Moñigo le forzaba, a veces, a
extremar su osadía e implicaba algún que otro regletazo de don Moisés, el maestro.
Pero, en compensación, el Moñigo le había servido en más de una ocasión de escudo
y paragolpes.
A pesar de todo esto, la madre de Daniel, don José el cura, don Moisés el maestro,
la Guindilla mayor y las Lepóridas, no tenían motivos para afirmar que Roque, el
Moñigo, fuese un golfante 32 y un zascandil. Si el Moñigo entablaba pelea era
siempre por una causa justa o porque procuraba la consecución de algún fin utilitario
y práctico. Jamás lo hizo a humo de pajas o por el placer de golpear.
Y otro tanto ocurría con su padre, el herrero. Paco, el herrero, trabajaba como el que
más y ganaba bastante dinero. Claro que para la Guindilla mayor y las Lepóridas no
existían más que dos extremos en el pueblo: los que ganaban poco dinero y de éstos
decían que eran unos vagos y unos holgazanes, y los que ganaban mucho dinero, de
los cuales afirmaban que si trabajaban era sólo para gastarse el dinero en vino. Las
Lepóridas y la Guindilla mayor exigían un punto de equilibrio muy raro y difícil de
conseguir. Pero la verdad es que Paco, el herrero, bebía por necesidad. Daniel, el
Mochuelo, lo sabía de fundamento, porque conocía a Paco mejor que nadie. Y si no
bebía, la fragua no carburaba. 33 Paco, el herrero, lo decía muchas veces: "Tampoco
los autos andan sin gasolina". Y se echaba un trago al coleto. Después del trago
trabajaba con mayor ahínco y tesón. Esto, pues, a fin de cuentas, redundaba en
beneficio del pueblo. Mas el pueblo no se lo agradecía y lo llamaba sinvergüenza y
borracho. Menos mal que el herrero tenía correa, como su hijo, y aquellos insultos
no le lastimaban. Daniel, el Mochuelo, pensaba que el día que Paco, el herrero, se
irritase no quedaría en el pueblo piedra sobre piedra; lo arrasaría todo como un
ciclón.
No era tampoco cosa de echar en cara al herrero el que piropease a las mozas que
cruzaban ante la fragua y las invitase a sentarse un rato con él a charlar y a echar un
trago. En realidad, era viudo y estaba aún en edad de merecer. Además, su
exuberancia 34 física era un buen incentivo para las mujeres. A fin de cuentas, don
Antonino, el marqués, se había casado tres veces y no por ello la gente dejaba de
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34
pillo , sinvergüenza
Iba bien
plenitud extraordinaria .