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estribos, 30 furiosa: —¡Calla, cerdo! Un día... un día te voy a partir los hocicos o yo no sé lo que te voy a hacer. —Eso no; no me toques, Sara. Aún no ha nacido quien me ponga la mano encima, ya lo sabes —dijo el Moñigo. Daniel, el Mochuelo, esperó oír el estampido del sopapo, pero la Sara debió pensarlo mejor y el estampido previsto no se produjo. Oyó Daniel, en cambio, las pisadas firmes de su amigo al descender los peldaños, y acuciado por un pudoroso instinto de discreción, salió por la puerta entornada y le esperó en la calle. Ya a su lado, el Moñigo dijo: —¿Oíste a la Sara? Daniel, el Mochuelo, no se atrevió a mentir: —La oí —dijo. —Te habrás fijado que es una maldita pamplinera. —A mí me metió miedo, la verdad —confesó, aturdido, el Mochuelo. —¡Bah!, no hagas caso. Todo eso de los ojos vidriados y los pies que no se mueven son pamplinas. Mi padre dice que cuando la diñas 31 no te enteras de nada. Movió el Mochuelo, dubitativo, la cabeza. —¿Cómo lo sabe tu padre? —dijo. A Roque, el Moñigo, no se le había ocurrido pensar en eso. Vaciló un momento, pero en seguida aclaró: —¡Qué sé yo! Se lo diría mi madre al morirse. Yo no me puedo acordar de eso. Desde aquel día, Daniel, el Mochuelo, situó mentalmente al Moñigo en un altar de admiración. El moñigo no era listo, pero, ¡ahí era nada mantenérselas tiesas con los mayores! Roque, a ratos, parecía un hombre por su aplomo y gravedad. No admitía imposiciones ni tampoco una justicia cambiante y caprichosa. Una justicia doméstica, se sobreentiende. Por su parte, la hermana le respetaba. La voluntad del Moñigo no era un cero a la izquierda como la suya; valía por la voluntad de un hombre; se la tenía en cuenta en su casa y en la calle. El Moñigo poseía personalidad. Y, a medida que transcurría el tiempo, fue aumentando la admiración de Daniel por el Moñigo 30 31 Impacientarse mucho . Mueres.