Leemos el camino segundo A leemos el camino A con introducción | Page 106

—¿Ha sido mucho, hijo? ¿Ha sido mucho? —inquirió, excitado. Por unos segundos, el quesero lo vio todo negro, el cielo, la tierra y todo negro. Sus ahorros concienzudos y su vida sórdida dejaron, por un instante, de tener dimensión y sentido. ¿Qué podía hacer él si había matado a su hijo, si su hijo ya no podía progresar? Mas, al acercarse, se disiparon sus oscuros presentimientos. Ya a su lado, soltó una áspera carcajada nerviosa y se puso a hacer cómicos aspavientos. —Ah, no es nada, no es nada —dijo—. Creí que era otra cosa. Un rebote. ¿Te duele, te duele? Ja, ja, ja. Es sólo un perdigón. No le agradó a Daniel, el Mochuelo, este menosprecio de su herida. Pequeño o grande, aquello era un tiro. Y con la lengua notaba un bultito por dentro de la mejilla. Era el perdigón y el perdigón era de cuarta. Casi una bala, una bala pequeñita. —Ahora me duele poco. Lo tengo como dormido. Antes sí me dolió —dijo. Sangraba. La cabeza de su padre se desplazó nuevamente al milano abatido. Lo del chico no tenía importancia. —¿Le viste caer, Daniel? ¿Viste el muy ladino cómo quiso rehacerse después del primer tiro? —preguntó. Se contagió Daniel, el Mochuelo, del expansivo entusiasmo de su padre. —Claro que le vi, padre. Ha caído ahí —dijo el Mochuelo. Y corrieron los dos juntos, dando saltos, hacia el lugar señalado. El milano aún se retorcía en los postreros espasmos de la muerte. Y medía más de dos metros de envergadura. De regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, le dijo a su padre: —Padre, ¿crees que me quedará señal? Apenas le hizo caso el quesero: —Nada, eso se cierra bien. Daniel, el Mochuelo, casi tenía lágrimas en los ojos. —Pero... pero, ¿no me quedará nada de cicatriz? —Por supuesto, eso no es nada —repitió, desganado, su padre.