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Éste seguía al milano grande, que de nuevo se remontaba, por los puntos de la escopeta,
pero no disparó tampoco ahora. Pensó Daniel, el Mochuelo, que a su padre le ocurría algo
grave. Jamás vio él un milano tan próximo a un hombre y, sin embargo, su padre no hacía
fuego.
Los milanos volvieron a la carga al poco rato. La excitación de Daniel aumentó. Pasó el primer
milano, tan cerca, que el Mochuelo divisó su ojo brillante y redondo clavado fijamente en el
Gran Duque, sus uñas rapaces y encorvadas. Cruzó el segundo. Semejaban una escuadrilla de
aviones picando en cadena. Ahora descendía el grande, con las alas distendidas, destacándose
en el cielo azul. Sin duda era éste el momento que aguardaba el quesero. Daniel observó a su
padre. Seguía al ave por los puntos de la escopeta. El milano sobrevoló al Gran Duque sin
aletear. En este instante sonó el disparo, cuyas resonancias se multiplicaron en el valle. El pájaro
dejó flotando en el aire una estela de plumas y sus enormes alas bracearon frenéticas,
impotentes, en un desesperado esfuerzo por alejarse de la zona de
peligro. Mas, entonces, el quesero disparó de nuevo y el milano se desplomó, graznando 375
lúgubremente 376 , en un revoloteo de plumas.
El grito de júbilo de su padre no encontró eco en Daniel, el Mochuelo. Éste se había llevado la
mano a la mejilla al oír el segundo disparo. Simultáneamente con la detonación, sintió como
si le atravesaran la carne con un alambre candente, como un latigazo instantáneo. Al retirar la
mano vio que tenía sangre en ella. Se asustó un poco. Al momento comprendió que su padre
le había pegado un tiro.
—Me has dado —dijo tímidamente.
El quesero se detuvo en seco; su entusiasmo se enfrió instantáneamente. Al aproximarse a él
casi lloraba de rabia.
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Grito de algunas aves, como el cuervo, el grajo, el ganso,
muy triste