LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | 页面 54
Las preguntas de la vida
54
.............................................................................................................................................................................................
turaleza, hacer penetrar en ella vuestra moral, vuestro ideal» 26 .
Quienes recomiendan comportarse «de acuerdo con la Naturaleza» seleccionan unos aspectos
naturales y descartan otros. Los estoicos querían ser «naturales» controlando sus pasiones y respetando al
prójimo, mientras que por ejemplo el marqués de Sade estaba convencido de que no hay nada más «natural»
que hacer cuanto nos apetezca, caiga quien caiga y por mucho dolor que se produzca a los demás. ¿O es que
vemos a la Naturaleza preocupada por el sufrimiento de tantos millones de seres vivos que padecen para que
otros satisfagan sus apetitos a costa suya? En su disputa con Sócrates (en el Gorgias platónico), Cálleles
sostiene también que la primera «ley» de la Naturaleza dice que los más fuertes e inteligentes tienen derecho
a dominar al resto de los hombres y a poseer las mayores riquezas, a causa de lo cual considera
«antinaturales» y por tanto «injustas» las leyes democráticas que establecen la igualdad de derechos en la
polis, las cuales protegen a los débiles y difunden una moral semejante a la de Sócrates, según la cual es
preferible padecer un atropello que causarlo. No faltan hoy científicos sociales o políticos que le dan la razón
más o menos explícitamente a Calicles en nombre de la teoría de la evolución de Charles Darwin: si la
Naturaleza va seleccionando a los individuos más aptos de cada especie (y a las especies más aptas entre las
que compiten en un mismo territorio) por medio de la «lucha por la vida» que elimina a los más frágiles o a
los que peor se acomodan a las circunstancias ambientales, ¿no debería la sociedad humana hacer lo mismo y
dejar que cada cual demostrase lo que vale, sin levantar a los caídos ni subvencionar a los torpes? Así la
sociedad funcionaría de modo más «natural» y se favorecería la multiplicación de la raza despiadada pero
eficaz de los triunfadores...
Sin embargo, estos Calicles modernos no han leído con demasiada atención a Charles Darwin. Las
doctrinas que profesan se deben más bien a algunos «herejes» del darwinismo, como Francis Galton (un
primo de Darwin que inventó la eugenesia, según la cual la reproducción de la especie humana debe ser
orientada como la de los animales domésticos a fin de producir mejores ejemplares, teoría que los nazis
pusieron mucho después en práctica de manera atroz) y Herbert Spencer, filósofo social partidario de un
ultraindividualismo radical. En cambio Darwin, en La ascendencia humana (su segundo gran libro tras El
origen de las especies), sostiene algo muy distinto y bastante más sutil. Según él, es la propia selección
natural la que ha favorecido el desarrollo de los instintos sociales -en especial la «simpatía» o «compasión»
entre los semejantes- en los que se basa la civilización humana, es decir, el éxito vital de nuestra especie. Para
Darwin, es la propia evolución natural la que desemboca en la selección de una forma de convivencia que
contradice aparentemente la función de la «lucha por la vida» en otras especies, pero que presenta ventajas ya
no de orden meramente biológico sino social. En contra de lo que suponen Calicles y sus discípulos, lo que
nos hace «naturalmente» más fuertes como conjunto humano es la tendencia instintiva a proteger a los
individuos débiles o circunstancialmente desfavorecidos frente a los biológicamente potentes. ¡La sociedad y
sus leyes «artificiales» son el verdadero resultado «natural» de la evolución de nuestra especie! De modo que
lo «antinatural» para nosotros será recaer en la «lucha por la vida» pura y cruda en la que prevalece la simple
fuerza biológica o sus equivalentes modernos: por ejemplo, la habilidad de unos cuantos para acumular en sus
manos los recursos económicos y políticos que deberían estar repartidos de modo socialmente más
equilibrado. De esta cuestión tendremos que hablar en el próximo capítulo.
A fin de cuentas, habrá que darle la razón al viejo Galileo cuando a comienzos del siglo XVII
confiesa en una carta a Grienberger que «la naturaleza no tiene ninguna obligación hacia los hombres ni ha
firmado ningún contrato con ellos». Pero ¿es cierto también lo opuesto? ¿Podemos decir que tampoco los
hombres tenemos ninguna obligación para con la naturaleza, puesto que los únicos contratos que nos obligan
los firmamos siempre con humanos como nosotros? Muchas personas piensan que tenemos cierto tipo de
deberes hacia los seres naturales, como por ejemplo no polucionar los mares, no atentar contra la
biodiversidad del mundo exterminando especies vegetales o animales, no destruir los paisajes hermosos, no
hacer sufrir a otros seres vivos capaces de experimentar dolor, etc. Por acudir a una distinción que ya hemos
utilizado anteriormente, es sin duda «racional» poner los elementos naturales a nuestro servicio para mejorar
nuestra vida, prolongarla y hacerla más interesante, pero también parece «razonable» respetar y conservar
determinados aspectos de la naturaleza con los que nos hallamos especialmente vinculados o que no po-
dremos reemplazar si son destruidos. Después de todo, nuestra propia vida como seres humanos -no sólo en
sus aspectos estrictamente biológicos, sino también en su vertiente simbólica que nos caracteriza como
especie-