LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 53
Las preguntas de la vida
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ejemplo, para el fuego el agua es algo muy «malo», porque lo apaga. Pero en cambio es una cosa muy
«buena» para las plantas que la necesitan para crecer. El león es muy «malo» para los antílopes y las cebras,
porque se los come. Sin embargo, en opinión del león, los «malvados» serían los antílopes y las cebras que se
empeñasen en correr tanto que nunca pudiera cazarles, porque le condenarían a morir de hambre. Los
antibióticos son muy «buenos» para el hombre porque matan los microbios que le enferman aunque son
«malísimos» para los microbios mismos a los que aniquilan. Etc., etc.
Es decir que, como ya señaló Spinoza y algunos otros sabios que en el mundo han sido, lo
naturalmente «bueno» para cada cosa es lo que le permite seguir siendo lo que es y lo «malo» aquello que
pone obstáculos a su forma de ser o le destruye. Pero como en la Naturaleza hay muchísimas -¿infinitas?-
cosas diversas, cada cual con intereses correspondientes a lo que es por naturaleza, resulta inevitable que no
haya un Bien ni un Mal válidos para todo lo real, sino una pluralidad de «buenos» y «malos» tan numerosos
como cosas diferentes se dan en la realidad. Lo «bueno» para éste es «malo» para aquélla y al revés. De modo
que quienes pretenden establecer un ideal «natural» para juzgar la conducta y el devenir humanos tendrán
primero que determinar no lo que los hombres son ahora, ni siquiera lo que fueron ayer o hace mil años, sino
lo que son «por naturaleza», es decir lo que son, fueron o serán cuando cumplan con su «forma de ser»
propia, cuando fueran, sean o lleguen a ser «como es debido». Para ello deberíamos separar claramente lo
«natural» de lo «cultural», el plan de la «naturaleza» de los proyectos culturales realizados por el hombre
consigo mismo, lo cual no es precisamente tarea fácil como el propio Rousseau se vio obligado a reconocer.
Y además, ¿cómo estar seguros de que la «cultura» misma no es el desarrollo más «natural» de lo que al
hombre le conviene? Si no hay hombres sin «cultura», ¿cómo podría la «cultura» no ser algo natural, que
corresponde a nuestra forma de ser en todo tiempo y lugar?
Aún más: podríamos decir que lo artificial es algo mejor que lo natural y que su utilidad consiste
precisamente en protegernos de la naturaleza. Las medicinas son artificiales pero sirven para curarnos las
enfermedades, que son naturalísimas; la calefacción artificial nos protege del frío natural y el artificio del
pararrayos nos libra del rayo natural. Lo artificial no sólo nos protege sino que también nos potencia: nos
permite viajar hasta la Luna, descubrir seres microscópicos, comer rico jamón, escuchar música sin que haya
ninguna orquesta presente y me sirve ahora a mí para comunicarme contigo, lector, por medio de estas
páginas impresas (¡aunque quizá no estés dispuesto a considerar esto último como una gran ventaja del
artificio!). Si no hubiera cultura artificial, dicen algunos optimistas, viviríamos menos, nos moveríamos más
despacio, seríamos mucho más ignorantes, tendríamos que alimentarnos de tubérculos y carne cruda, per-
deríamos el tiempo luchando a puñetazos con los osos y no disfrutaríamos con Shakespeare, Mozart o
Hitchcock. Pero los pesimistas nos recuerdan que sin tantos artificios no tendríamos que padecer la
contaminación de los mares ni de los bosques por sustancias fabricadas por el hombre, no morirían millones
de personas tiroteadas o bombardeadas, no habría accidentes automovilísticos ni de aviación, los gobernantes
no podrían espiarnos electrónicamente y nunca caeríamos en la tentación de embrutecernos viendo concursos
televisados.
El bueno de John Stuart Mili protestaba muy dolido: «Si lo artificial no es mejor que lo natural, ¿qué
finalidad hay en todas las artes de la vida? Cavar, arar, construir, vestirse son violaciones directas del
mandato de seguir a la Naturaleza». Algunos le responderán que mejor nos iría y mejores seríamos si
siguiésemos tales mandatos naturales. Pero el problema de fondo continúa siendo el mismo: ¿acaso sabemos
qué es lo que la Naturaleza nos manda? ¿Podemos decir que nos «manda» morirnos cuando atrapamos un
microbio y que nos «prohíbe» llevar gafas o volar? ¿Acaso sabemos lo que quiere la Naturaleza -si es que
existe tan importante señora- de nosotros o en nosotros?
De los acontecimientos naturales pueden sacarse lecciones morales muy diferentes. Por ejemplo los
filósofos estoicos, a comienzos de la era cristiana, recomendaban vivir de acuerdo con la Naturaleza y
entendían que tal acuerdo consistía en refrenar las pasiones instintivas, ser veraces y abnegados, cumplir
honradamente los deberes de nuestra situación social, etc. Pero Nietzsche se burla así de sus pretensiones:
«¿Vosotros queréis vivir "con arreglo a la Naturaleza"? ¡Oh nobles estoicos, qué engaño el vuestro! Imaginad
una organización tal como la Naturaleza, pródiga sin medida, indiferente sin medida, sin intenciones y sin
miramientos, sin piedad y sin justicia, a un mismo tiempo fecunda, árida e incierta; imaginad la indiferencia
misma erigida en poder: ¿cómo podrías vivir conforme a esa indiferencia? Vivir ¿no es precisamente la
aspiración a ser diferente de la Naturaleza? Ahora bien, admitiendo que vuestro imperativo "vivir conforme a
la Naturaleza" significara en el fondo lo mismo que "vivir conforme a la vida", ¿no podrías vivir así?, ¿por
qué hacer un principio de lo que vosotros mismos sois, de lo que no tenéis más remedio que ser? De hecho, es
todo lo contrario: al pretender leer con avidez el canon de vuestra ley en la Naturaleza aspiráis a otra cosa,
asombrosos comediantes que os engañáis a vosotros mismos. Vuestra fiereza quiere imponerse a la Na-