LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Página 48
Las preguntas de la vida
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oculta un temible asesino. Asustada, pide a su amante que la acompañe pero éste se niega porque no desea
enfrentarse con el marido; solicita entonces su protección al único guardia que hay en el pueblo, el cual
también le dice que no puede ir con ella, ya que debe atender con idéntico celo al resto de los ciudadanos;
acude a diversos vecinos y vecinas no obteniendo más que rechazos, unos por miedo y otros por comodidad.
Finalmente emprende el viaje sola y es asesinada por el criminal del bosque. Pregunta: ¿quién es el
responsable de su muerte? Suelo obtener respuestas para todos los gustos, según la personalidad del
interrogado o la interrogada. Los hay que culpan a la intransigencia del marido, a la cobardía del amante, a la
poca profesionalidad del guardia, al mal funcionamiento de las instituciones que nos prometen seguridad, a la
insolidaridad de los vecinos, incluso a la mala conciencia de la propia asesinada... Pocos suelen responder lo
obvio: que el Culpable (con mayúscula de responsable principal del crimen) es el asesino mismo que la mata.
Sin duda en la responsabilidad de cada acción intervienen numerosas circunstancias que pueden servir de
atenuantes y a veces diluir al máximo la culpa en cuanto tal, pero nunca hasta el punto de «desligar»
totalmente del acto al agente que intencionalmente lo realiza. Comprender todos los aspectos de una acción
puede llevar a perdonarla pero nunca a borrar por completo la responsabilidad del sujeto libre: en caso
contrario, ya no se trataría de una acción sino de un accidente fatal. Aunque ¿no será precisamente la libertad
misma el accidente fatal de la vida humana en sociedad?
Una de las reflexiones más enigmáticamente sugestivas sobre la vinculación entre acción y
responsabilidad es la planteada en el «Bhagavad Gita» o «Canción del Señor», un largo poema dialogado
compuesto probablemente en el siglo ni a. de C., incluido en el Mahabharata^ la gran epopeya hindú. El
héroe Arjuna avanza en su carro de guerra hacia las tropas enemigas y dispone las flechas con las que ha de
exterminar a cuantos pueda. Pero entre los adversarios a los que debe intentar matar distingue a varios
parientes y amigos (se trata de una guerra civil, fratricida) y ello le angustia hasta el punto de plantearse seria-
mente abandonar el combate. Entonces el auriga que conduce su carro de combate y que no es otro que el
dios Krisna manifiesta su identidad, aleccionándole sobre su deber. Según Krisna, el escrúpulo ante la tarea
de matar de la acción -que no es un mero prejuicio occidental, puesto que Arjuna lo experimenta cuando está
a punto de masacrar a sus parientes ni más ni menos que Macbeth antes de decidirse al asesinato de Duncan-
se alivia con el chocante razonamiento de que hay que perpetrar lo evitable como si fuese inevitable. En el
fondo, actuar «conscientemente» no es sino comprender de qué modo todos somos actuados por lo aparente y
reconocer nuestra identidad con lo que siempre es pero nunca hace. Podemos encontrar paralelismos entre
esta perspectiva oriental y la forma de pensar de los estoicos o de Spinoza, aunque premisas semejantes
desembocan en reglas prácticas muy distintas: en el pensamiento occidental, la consideración objetiva del
entramado causal dentro del que actuamos permite «entender» mejor la acción pero nunca «desentendernos»
de ella, es decir de sus objetivos y consecuencias. Así pueden comprenderse mejor los respetuosos reproches
que un gran admirador de la sabiduría hindú como Octavio Paz formula (en su libro Vislumbres de la India}
contra esta doctrina del Bhagavad Gita: «El desprendimiento de Arjuna, es un acto íntimo, una renuncia a sí
mismo y a sus apetitos, un acto de heroísmo espiritual y que, sin embargo, no revela amor al prójimo. Arjuna
no salva a nadie excepto a sí mismo... lo menos que se puede decir es que Krisna predica un desinterés sin
filantropía».
Ser libre es responder por nuestros actos y siempre se responde ante los otros, con los otros como
víctimas, como testigos y como jueces. Sin embargo, todos parece que buscamos «algo» que nos aligere la
gravosa carga de la libertad. ¿No podemos suponer que nuestra naturaleza humana es libre pero que dentro de
esa «necesaria» libertad actuamos tan inocentemente como crecen las plantas o se desenvuelve