LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 47
Las preguntas de la vida
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sujeto responsable, que pueda ser elogiado o censurado -y castigado, llegado el caso- por su acción. La
libertad es imprescindible para establecer responsabilidades, porque sin responsabilidad no se puede articular
la convivencia en ningún tipo de sociedad. Por eso ser libre no sólo es un motivo de orgullo sino también de
zozobra y hasta de angustia. Asumir nuestra libertad supone aceptar nuestra responsabilidad por lo que
hacemos, incluso por lo que intentamos hacer o por algunas consecuencias indeseables de nuestros actos.
Ser libre no es responder victorioso «¡yo he sido!» a la hora del reparto de premios, sino también
admitir «¡he sido yo!» cuando se busca al culpable de una fechoría. Para lo primero siempre hay voluntarios,
pero en el segundo caso lo usual es refugiarse en el peso abrumador de las circunstancias: el estafador de
viudas achacará sus delitos al temprano abandono de sus padres, a las tentaciones de la sociedad de consumo
o a los malos ejemplos de la televisión... mientras que quien recibe el premio Nobel sólo hablará de su
esfuerzo frente al destino adverso y de sus méritos. Nadie quiere ser resumido simplemente en el catálogo de
sus malas acciones: a quien nos reprocha un atropello le respondemos «no pude evitarlo, quisiera haberte
visto en mi lugar, yo no soy así, etcétera», intentando a la vez trasladar la culpa a la sociedad en que vivimos
o al sistema capitalista pero conservando abierta la posibilidad de ser limpios, desinteresados, valientes,
mejores. Por eso la libertad no es algo así como un galardón sino también una carga y muchas personas
dudosamente maduras -es decir, poco autónomas, poco conscientes de sí mismas- prefieren renunciar a ella y
traspasarla a un líder social que a la vez tome las decisiones y soporte el peso de las culpas. El psicoanalista
Erich Fromm escribió un libro titulado Miedo a la libertad en el que analizaba desde esta óptica los fervores
masivos que el totalitarismo nazi o bolchevique han despertado en nuestro siglo.
Pero la cuestión de la «responsabilidad» proviene de mucho antes. En la tragedia griega, por ejemplo,
la responsabilidad se convierte a veces en el destino ineluctable del personaje, que -como le ocurre a Edipo en
las tragedias de Sófocles Edipo Rey y Edipo en Colonno-tiene que cumplir aun sin querer ni saber aquellas
acciones a las que está predestinado pero sin dejar a la vez de comprender los dispositivos voluntarios que le
enredan en esa maquinaria fatal. Nuestro querer nos arrastra a lo irremediable pero luego lo irremediable debe
ser asumido como la parte ciega de nuestro querer: aceptar que debíamos ser culpables nos abre los ojos sobre
lo que somos y así purifica lo que podemos llegar a ser. Los griegos no conocieron la noción de «libertad» en
el segundo y tercero de los sentidos antes explicados, por tanto tampoco tuvieron una noción de
responsabilidad realmente «personalizada», es decir ligada a la intención subjetiva del agente y no a la
objetividad del hecho realizado. La maldición del culpable cae sobre Edipo por crímenes que ignora haber
cometido (matar a su padre, acostarse con su madre) y que después debe asumir como parte del destino que le
pertenece... y al que pertenece. Según Sófocles, lo que nos hace responsables no es lo que proyectamos hacer
ni tampoco lo que hacemos efectivamente sino la reflexión sobre lo que hemos hecho.
A comienzos de la modernidad, es sin duda otro gran trágico -Shakespeare- quien mejor ha
desmenuzado los entresijos contradictorios de la libertad en acción. Sus personajes son lúcida y terriblemente
conscientes del vértigo en el que oscila quien desea lo que la acción promete pero tiembla ante la cadena
culpabilizadora con la que nos amarra. Así por ejemplo Macbeth, cuando vacila en la noche atroz antes de
asesinar al rey Duncan -lo que le otorgará la corona que desea- sopesando estremecido la responsabilidad
ineludible que caerá sobre él: «¡Si con hacerlo quedara hecho!... Lo mejor entonces sería hacerlo sin tardanza.
¡Si el asesinato zanjara todas las consecuencias y con su cesación se asegurase el éxito!... ¡Si este golpe fuera
el todo, sólo el todo, sobre el banco de arena y el bajío de este mundo saltaríamos a la vida futura! Pero en
estos casos se nos juzga aquí mismo; damos simplemente lecciones sangrientas que, aprendidas, se vuelven
para atormentar a su inventor» (acto I escena VII. Trad. de Astrana Marín). Macbeth quiere la acción (el
asesinato de Duncan) y quiere lo que conseguirá por medio de esa acción (el trono), pero no quisiera quedar
vinculado para siempre a la acción, tener que responsabilizarse de ella ante los que le pidan cuentas o saquen
la atroz lección de su crimen. Si se tratase simplemente de hacerlo y eso fuese todo, lo haría sin remilgos;
pero la responsabilidad es la contrapartida necesaria de la libertad, su reverso, quizá -como apunta Hume- el
fundamento mismo de la exigencia de libertad: las acciones deben ser libres para que alguien responda de
cada una de ellas. El sujeto es libre para hacerlas aunque no para desprenderse de sus consecuencias...
Sófocles o Shakespeare suelen hablar de una responsabilidad «culpable» y no simplemente por gusto
sensa-cionalista: el lazo entre libertad y responsabilidad se hace más evidente cuando la primera nos apetece
y la segunda nos asusta. O sea, cuando nos hallamos ante una tentación. En nuestra época abundan las teorías
que pretenden disculparnos del peso responsable de la libertad en cuanto se nos hace fastidioso: el mérito
positivo de mis acciones es mío, pero mi culpabilidad puedo repartirla con mis padres, con la genética, con la
educación recibida, con la situación histórica, con el sistema económico, con cualquiera de las circunstancias
que no está en mi mano controlar. Todos somos culpables de todo, luego nadie es culpable principal de nada.
En mis clases de ética suelo poner el siguiente caso práctico, que adorno según mi inspiración ese día.
Supongamos una mujer cuyo marido emprende un largo viaje; la mujer aprovecha esa ausencia para reunirse
con un amante; de un día para otro, el marido desconfiado anuncia su vuelta y exige la presencia de su esposa
en el aeropuerto para recibirle. Para llegar hasta el aeropuerto, la mujer debe atravesar un bosque donde se