LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 44
Las preguntas de la vida
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habría podido seguramente determinar qué gota debía salir en primer lugar y cuál en cuarto. Lo mismo ocurre
con todos los sucesos que observo a mi alrededor e incluso con la mayoría de los que le pasan a mi cuerpo
(respiración, circulación sanguínea, tropezón con la piedra que no he visto, etc.). En cada caso puedo
remontarme a una situación anterior que hace inevitable lo que pasó luego. Sólo mi ignorancia de cómo están
las cosas en el momento A justifica que me sorprenda de lo que pasa luego en el momento B. La doctrina
determinista (uno de los más antiguos y persistentes puntos de vista filosóficos) establece que si yo supiese
cómo están dispuestas todas las piezas del mundo ahora y conociera exhaustivamente todas las leyes físicas,
podría describir sin error cuanto va a ocurrir en el mundo dentro de un minuto o dentro de cien años. Como
yo también soy una parte del universo, debo estar sometido a la misma determinación causal que lo demás.
¿Dónde queda entonces el «sí o no» de la libertad? ¿No sería el acto libre aquel que no puedo prever ni
siquiera conociendo por completo la situación anterior del universo, es decir un acto que inventaría su propia
causa y no dependería de ninguna precedente?
Dejemos de lado ahora la cuestión de si una doctrina «determinista» estricta es realmente compatible
con los planteamientos de la física cuántica contemporánea. El principio de incertidumbre de Heisenberg
parece implicar una visión mucho más abierta de las determinaciones causales en el universo material... o al
menos de la forma en que nosotros podemos estudiarlo. El premio Nobel de física Ilya Prigogine y el gran
matemático Rene Thom polemizaron hace algunos años sobre este asunto, el primero abogando por un cierto
indeterminismo y el segundo sosteniendo cierto determinismo más semejante al tradicional. Carezco de la
más leve competencia para intervenir en el debate, pero creo posible al menos asegurar que ni el
determinismo «fuerte» de un Laplace hace doscientos años ni el indeterminismo relativo de Heisenberg o
Prigogine hoy pueden responder a la pregunta sobre la libertad humana. Porque la cuestión de la libertad no
se plantea en el terreno de la causalidad física -nadie supone que los actos humanos carecen de causas que
puedan explicar las leyes de la ciencia experimental, por ejemplo la neurofisiología- sino en el de la acción
humana en cuanto tal, que no puede ser vista solamente desde fuera como secuencia de sucesos sino que debe
también ser considerada desde dentro haciendo intervenir variables tan difíciles de manejar como la
«voluntad», la «intención», los «motivos», la «previsión», etc.
La mera indeterminación científica no equivale a la «libertad»: los electrones pueden ser
imprevisibles, pero no «libres» en ningún sentido relevante de la palabra. Y también al revés: lo física o
fisiológicamente determinado no tiene por qué excluir la emergencia de la acción libre. Si nadie discute que
la vida proviene de lo que no está vivo y la conciencia de lo que carece de ella, ¿por qué la libertad no podría
provenir de aquellas formas materiales estrictamente determinadas?
Intentemos precisar algo mejor la noción que se nos ha convertido en problemática (lo cual por cierto
ha de ser siempre el primer paso de cualquier análisis filosófico que no quiere deslumbrar o sorprender sino
entender, es decir, de la filosofía honrada). Para empezar digamos que la libertad no parece suponer un acto
sin causa previa, un milagro que interrumpe la cadena de los efectos y sus causas (según la expresión de
Spinoza, un nuevo «imperio dentro del imperio general» del mundo) sino otro tipo de causa que también debe
ser considerado junto al resto. Hablar de libertad no implica renunciar a la causación sino ampliarla y
profundizar en ella. La «acción» es libre porque su causa es un sujeto capaz de querer, de elegir y de poner en
práctica proyectos, es decir, de realizar intenciones. En este sentido, el simple acto de levantar el brazo que
antes hemos comentado difícilmente puede ser considerado una «acción» salvo que venga encuadrado en un
marco intencional más amplio: levanto el brazo para pedir la palabra en una asamblea, para llamar al timbre,
o a un taxi..., ¡o incluso para probar en una discusión filosófica que soy libre dueño de mis actos! Por otro
lado, los deseos o proyectos de ese sujeto capaz de actuar intencionalmente sin duda tienen también sus
propias causas antecedentes, sean «apetitos», «motivos» o «razones». Volveremos sobre ello. Baste ahora
dejar sentado que la libertad no es una ruptura en la cadena de la causalidad sino una nueva línea de
consideración práctica que la enriquece. Decir «he hecho libremente esta acción» no equivale a «esta acción
no es efecto de ninguna causa» sino más bien a «la causa de esta acción soy yo en cuanto sujeto».
El término «libertad» suele recibir tres usos distintos que a menudo se confunden en los debates sobre
el tema y que convendría intentar distinguir al menos en la medida de lo posible.
a) La libertad como disponibilidad para actuar de acuerdo con los propios deseos o proyectos. Es el
sentido más común de la palabra, al que nos referimos la mayoría de las veces que aparece el tema en nuestra
conversación. Alude a cuando carecemos de impedimentos físicos, psicológicos o legales para obrar tal como
queremos. Según esta acepción, es libre (de moverse, de ir y venir) quien no está atado o encarcelado ni
padece algún tipo de parálisis; es libre (de hablar o callar, de mentir o decir la verdad) quien no se halla
amenazado, sometido a torturas o drogado; también es libre (de participar en la vida pública, de aspirar a
cargos políticos) quien no esté marginado ni excluido por leyes discriminatorias, quien no padezca los
excesos atro