LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 45

Las preguntas de la vida 45 ............................................................................................................................................................................................. guna de éxito, tampoco diríamos que hay libertad: ante lo imposible nadie es realmente libre. b) La libertad de querer lo que quiero y no sólo de hacer o intentar hacer lo que quiero. Se trata de un nivel más sutil y menos obvio del concepto «libertad». Por muy atado y encarcelado que esté, nadie podrá impedirme querer realizar determinado viaje: sólo me pueden impedir realizarlo efectivamente. Si yo no quiero, nadie puede obligarme a odiar a mi torturador ni a creer los dogmas que trata de imponerme por la fuerza. La espontaneidad de mi querer es libre aunque las circunstancias hagan que la posibilidad de ponerlo en práctica sean nulas. Los sabios estoicos insistieron orgullosamente en esta invulnerable libertad de la voluntad humana. El curso de los acontecimientos no está en mi mano (una simple piedra en el zapato puede interrumpir mi camino) pero la rectitud de mi intención (¡o su perversidad!) desafía a las leyes de la física y del estado. Un ejemplo entre mil nos lo brinda el estoico Catón, en la Roma antigua, cuando apoyó a los republicanos sublevados contra César. Después de que los rebeldes fueron derrotados comentó, según Plutarco: «La causa de los vencidos desagradó a los dioses pero fue del agrado de Catón». Los dioses (la necesidad, la historia, lo irremediable) pueden vencer a los propósitos humanos pero no pueden impedir que los humanos tengan esos propósitos y no otros. c) La libertad de querer lo que no queremos y de no querer lo que de hecho queremos. Sin duda la más extraña y difícil tanto de explicar como de comprender. Para aproximarnos a ella señalemos que los humanos no sólo sentimos deseos sino también deseos sobre los deseos que tenemos; no sólo tenemos intenciones, sino que quisiéramos tener ciertas intenciones... ¡aunque de hecho no las tengamos! Supongamos que paso junto a una casa en llamas y oigo llorar dentro a un niño; no quiero entrar a intentar salvarle (me da miedo, es muy peligroso, para eso están los bomberos...) pero a la vez quisiera querer entrar a salvarle, porque me gustaría no tener tanto miedo al peligro y vivir en un mundo en el que los adultos ayudasen a los niños en caso de incendio. Soy lo que quiero ser pero a la vez quisiera ser de otra forma, querer otras cosas, querer mejor. Cualquiera puede huir del peligro, pero nadie quiere ser cobarde; a veces me apetece o me interesa mentir, pero no quisiera considerarme un mentiroso; me gusta beber pero no quiero convertirme en alcohólico. No es idéntico lo que yo «quiero hacer ahora» y lo que yo «quiero ser». Cuando me preguntan qué quiero hacer expreso mi querer inmediato, directo, pero cuando me preguntan qué quiero ser (o cómo quiero ser) respondo expresando lo que quisiera querer, lo que creo que me convendría querer, lo que me haría no sólo «querer» libremente sino también «ser» libremente. El poeta latino Ovidio expresó esta contradicción entre formas de querer en un verso: «Video meliora proboque, deteriora sequor» (veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo haciendo lo peor: es decir, sigo queriendo lo que no me gustaría querer). Este tipo de libertad nos acerca a un vértigo infinito: porque yo podría querer querer lo que no quiero, querer querer lo que no quiero querer, querer querer querer lo que quiero o no quiero efectivamente querer, etc. ¿Dónde establecer la última frontera del querer, es decir de mi voluntad libre como sujeto? Un gran pensador moderno de la voluntad, Arthur Schopenhauer, negó a comienzos del pasado siglo la existencia de libertad en la tercera acepción señalada del término. Según él, los humanos -como el resto de los seres, en uno u otro grado- estamos formados básicamente de voluntad, de «querer» (querer vivir, querer devorar o poseer, etc.). Para él, literalmente, somos lo que queremos no en el sentido de habernos configurado según nuestros deseos sino de estar íntimamente constituidos por ellos. De modo que sin duda puede asegurarse que poseemos «libertad» en el segundo de los sentidos antes explicados. Nada puede impedirme «querer» lo que quiero como nada puede vetarme «ser lo que soy», puesto que soy precisamente lo que quiero (no el objetivo resultante de mis deseos -infinitos, inaplacables según Schopenhauer- sino el conjunto mismo de tales deseos, su incesante actividad). Pero tampoco puedo realmente querer o dejar de querer lo que quiero. Es decir, soy lo que quiero pero inevitablemente también quiero lo que soy, quiero los quereres que me hacen ser. Puedo elegir lo que quiero hacer a partir de mi voluntad (concebida como mi «carácter», como el modelo de individuo que soy, que siempre se inclinará ante un tipo de motivos y rechazará otros, etc.) pero no es posible elegir mi voluntad misma ni modificarla a mi arbitrio. No puedo optar sobre lo que me permite querer. De modo que, según Schopenhauer, es compatible la más radical de las libertades («soy lo que quiero ser») con el más estricto determinismo («no tengo más remedio que ser lo que soy»). Uno se puede hacer ilusiones sobre lo que le gustaría ser hasta que un motivo irresistible nos demuestra lo que realmente somos y lo que queremos. Por eso, señala Schopenhauer, rogamos en la oración del padrenuestro «no nos caer en la tentación, no nos induzca a la tentación: ¡Dios mío, no permitas que conozca lo peor de lo que quiero libremente hacer, es decir no me reveles cómo soy!». ¿Hará falta decir que Sigmund Freud, inventor del psicoanálisis, compartió desde su doctrina del inconsciente gran parte de la perspectiva schopenhaueriana? En