LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 43
Las preguntas de la vida
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término que sólo conviene a la última de estas posibilidades. Claro que aún hay otros gestos difíciles de
clasificar pero que desde luego parecen cualquier cosa menos «acciones»: por ejemplo, cerrar los ojos y
levantar el brazo cuando alguien me lanza algo a la cara o buscar un asidero donde agarrarme cuando me
estoy cayendo. No, decididamente una «acción» es sólo lo que yo no hubiera hecho si no hubiera querido
hacerlo: llamo acción a un acto voluntario. El «difunto» revisor tenía pues razón...
Pero ¿cómo saber si un acto es voluntario o no? Porque quizá antes de llevarlo a cabo delibero entre
varias posibilidades y finalmente me decido por una de ellas. Claro que no es lo mismo «decidirme a hacer
algo» que «hacerlo». «Decidirse» es poner fin a una deliberación mental sobre qué quiero realmente hacer.
Pero una vez decidido, todavía tengo que hacerlo. Lo que decido es el objetivo o fin de mi acción, pero quizá
no la acción misma. Por ejemplo: decido coger el vaso y extiendo el brazo para cogerlo. ¿Qué es lo que he
decidido realmente hacer: coger el vaso o extender el brazo? ¿Mi deliberación tenía que ver con el vaso o con
mi brazo? ¿Y cuál es la verdadera acción: coger el vaso o extender el brazo? Si extiendo el brazo y tiro el
vaso, ¿puedo decir que he actuado o no? ¿O he actuado «a medias»?
Tampoco la noción de «voluntario» es tan clara como parece. En su Ética para Nicómaco Aristóteles
imagina el caso de un capitán de navío que debe llevar cierto cargamento de un puerto a otro. En medio de la
travesía se levanta una gran tempestad. El capitán llega a la conclusión de que no puede salvar el barco y la
vida de sus tripulantes más que arrojando la carga por la borda para equilibrar la embarcación. De modo que
la arroja al agua. Ahora bien, ¿la ha tirado porque ha querido? Evidentemente sí, porque hubiera podido no
librarse de ella y arriesgarse a perecer. Pero evidentemente no, porque lo que él quería era llevarla hasta su
destino final: ¡de otro modo, se hubiera quedado tan ricamente en casa sin zarpar! De modo que la ha tirado
queriendo... pero sin querer. No podemos decir que la haya tirado involuntariamente, pero tampoco que tirarla
fuese su voluntad. A veces se diría que actuamos voluntariamente... contra nuestra voluntad.
Volvamos por un momento al gesto sencillísimo del que hablábamos antes: muevo mi brazo. Lo
muevo voluntariamente, es decir que no lo agito en sueños ni tampoco lo alzo para protegerme la cara en un
gesto reflejo al ver venir una piedra contra mí. Por el contrario, anuncio a quien desee oírme: «Voy a levantar
el brazo dentro de cinco segundos». Y cinco segundos después levanto en efecto el brazo. Pero ¿qué he hecho
para levantarlo? Pues me he limitado a querer levantarlo y, ya ves, lo he levantado. Supongamos que entonces
usted me dice: «Le he oído decir que iba a levantar el brazo y luego he visto efectivamente el brazo en alto,
pero eso sólo demuestra que es usted capaz de acertar cuándo se va a levantar el brazo, no que lo haya
levantado voluntariamente». Yo insistiré en que sé muy bien que he querido levantarlo y que por eso se ha
levantado el brazo. Pero la verdad es que pensándolo mejor no sé lo que he hecho para mover mi brazo:
sencillamente lo he movido y ya está. Digo que he «querido» moverlo y luego se ha movido, de modo que
parece que he hecho dos cosas: una, querer mover el brazo; dos, moverlo. Pero ¿en qué se diferencia «querer»
mover el brazo de «moverlo»? Si yo no estoy atado ni soy paralítico ¿es imaginable que quisiera mover mi
brazo y el brazo no se moviese? ¿Tendría sentido decir «estoy deseando con todas mis fuerzas mover el
brazo, de modo que dentro de poco espero que mi brazo acabe por moverse»? En una palabra, ya que nada
me impide externa o fisiológicamente mover el brazo, ¿no es lo mismo querer mover el brazo y moverlo
efectivamente? ¿Son dos cosas o una sola? A algo así se refiere Wittgenstein en sus Investigaciones
filosóficas (§ 621) cuando se pregunta: «Éste es el problema: ¿qué quedaría si sustraigo el hecho de que mi
brazo se levanta del hecho de que yo levanto el brazo?». ¿Dónde está mi «querer-levantar-el brazo» salvo en
ese brazo mismo levantado? ¿Hay algo más?
Vuelvo a considerar el asunto, un poco más cautelosamente esta vez, y concluyo que sí, que hay algo
más: cuando aseguro que mi brazo se mueve voluntariamente, porque yo quiero, lo que indico es que podría
también no haberlo movido. No sé cómo muevo el brazo cuando quiero, no sé si hay diferencia entre querer
mover mi brazo y moverlo efectivamente, pero sé en cambio que si no hubiera querido moverlo, no se habría
movido. Los especialistas en las relaciones entre el sistema nervioso y el sistema muscular pueden explicar
cómo sucede que yo mueva el brazo cuando decido moverlo, pero lo que cuenta fundamentalmente para mí -
lo que convierte ese gesto trivial en una verdadera «acción»- es que tan capaz soy de moverlo como de no
moverlo. De modo que «he hecho voluntariamente tal o cual cosa» significa: sin mi permiso, tal o cual cosa
no habría ocurrido. Es acción mía todo lo que no ocurriría si yo no quisiera que ocurriese. A esa posibilidad
de hacer o de no hacer, de dar el «sí» o el «no» a ciertos actos que dependen de mí, es a lo que podemos
llamar libertad. Y desde luego llegando a la libertad no hemos resuelto todos nuestros problemas sino que
tropezamos con interrogantes aún más difíciles.
Para empezar, podemos sospechar que eso de la «libertad» quizá resulte ser sencillamente una ilusión
que me hago sobre mis posibilidades reales. Después de todo, cuanto ocurre tiene su causa determinante de
acuerdo con las leyes de la naturaleza. Abro un poco el grifo del agua y veo salir de él unas cuantas gotas: si
yo hubiera sabido de antemano dónde estaban esas gotas en la cañería y teniendo en cuenta la ley de la
gravedad, las pautas que sigue siempre el movimiento de los líquidos, la posición del orificio del grifo, etc.,