LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 40
Las preguntas de la vida
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modo algunas partes del cosmos e incluso aunque renunciemos a la pretensión de gobernarlo, ¿no resulta
exorbitante creer que somos su objetivo (o uno de sus objetivos) necesarios?
¿Cuál es el origen del universo? La tercera gran pregunta se refiere a la causa inicial de esa realidad
universal, sea una y finita o infinitamente plural, tanto si está ordenada en sí misma como si sólo lo está en
parte o somos nosotros quienes la ordenamos a nuestro modo al observarla. De nuevo en este caso vuelven a
darse las paradojas que acarrea formular sobre conjuntos enormes o sobre lo infinito las preguntas que
resultan perfectamente asumibles a menor escala. Estamos acostumbrados a preguntar la causa o causas
originarias de los seres que nos rodean y responder de modo bastante aceptable: el origen causal de Las
meninas es Velázquez, este árbol proviene de la semilla que yo planté hace años, la mesa la hizo el carpintero
y yo mismo he sido engendrado por la fecundación de un óvulo de mi madre por un espermatozoide de mi
padre. La pregunta por el origen causal de algo podría transcribirse groseramente así: ¿de dónde viene eso
que está ahí? Lo que queremos saber es a partir de qué ha llegado a ser lo que antes no era: buscamos ese
objeto o ser anterior sin cuya intervención nunca se hubiera dado lo que ahora tenemos ante nosotros. Damos
por supuesto que todo debe tener una «razón suficiente» para llegar a existir, por decirlo con la terminología
de Leibniz. Ahora bien, si todo tiene su causa, ¿no debería también haber una Causa de Todo? Si suena
sensato preguntarse el porqué de la existencia de cada cosa, ¿no será también sensato indagar el porqué
conjunto de la existencia universal de cosas? O, por decirlo al modo en que Heidegger lo ha planteado en
nuestro siglo, ¿por qué existe algo y no más bien nada. ¿Cuál es la causa de la existencia en general?
Como en otras ocasiones en que formulamos sobre el Todo la pregunta que estamos acostumbrados a
responder sin mayores dificultades sobre la parte, la búsqueda de la Causa de todas las causas nos sume de
inmediato en el vértigo intelectual. Solemos considerar que, por definición, las causas tienen que ser distintas
a sus efectos y anteriores a ellos. De modo que la Primera Causa del universo tiene que ser distinta del
universo y anterior a él. Ahora bien, precisamente lo que entendemos por universo es el conjunto de todo lo
que existe en la realidad. Si la Causa Primera existe en la realidad, debe formar parte del universo (y por tanto
cabe preguntarse también respecto a ella: ¿cuál es su causa?); si no existe en la realidad, ¿cómo puede actuar?
Claro que tampoco renunciar a una causa primera nos deja del todo teóricamente satisfechos. Podemos
razonablemente asumir que el universo (es decir, el encadenamiento perpetuo de causas y efectos) ha existido
siempre y por tanto no ha comenzado nunca. A la pregunta ¿por qué existe «algo» y no más bien «nada»?
responderemos tranquilamente: ¿y por qué debería estar la «nada» antes del «algo»?, ¿acaso conocemos
alguna ocasión en la que haya habido «nada»?, ¿de dónde sacamos que pudo cierta vez no haber «nada»? En
los inicios de la filosofía el griego Parménides compuso un poema que sigue siendo quizá la reflexión más
profunda y enigmática de la que guardamos noticia. Allí dice que siempre hay algo, lo ha habido y lo habrá,
es decir que el «hay» es único para todo lo que existe y ni se hace ni se destruye, a diferencia de las cosas que
hay, todas las cuales -grandes o pequeñas- aparecen y desaparecen. Ese «hay» (traducido por los comentaris-
tas como «ser» o «el ser») no es ninguna de las cosas que hay ni puede pensarse sin ellas sino que permite
pensar a cada una porque es lo que todas tienen en común: un perpetuo aparecer y desaparecer que nunca ha
desaparecido ni desaparecerá. El ser no es nada sin las cosas pero las cosas no «son» sin el ser. Las
implicaciones e interpretaciones del poema de Parménides han ocupado a todos los metafísicos desde
entonces hasta nuestros días... y seguro que seguirá haciéndolo mientras los hombres sigan siendo capaces de
reflexionar. Pero tal reflexión no desvanece sino que agrava nuestras perplejidades. Porque si cada cosa
existente tiene su origen en otra y a su vez es causa de otras más en un proceso infinito, es decir que no tiene
comienzo, ¿cómo puede haber llegado hasta nosotros? ¿Cómo puede tener efectos ahora una serie causal que
no ha comenzado propiamente jamás? ¿Somos capaces de concebir el tiempo sucesivo de la causalidad
«menor» que conocemos dentro de la duración infinita de la causalidad universal que ni empieza ni acaba?
En nuestra tradición cristiana, la respuesta más popular a este embrollo es recurrir a un Dios creador.
Dejando aparte la respetable piedad de cada cual, se trata de intentar explicar algo que entendemos poco por
medio de lo que no entendemos nada. El universo y su origen son dificilísimos de comprender, ¡pero anda
que Dios...! La eternidad y la infinitud de Dios provocan el mismo desconcierto que la eternidad y la infinitud
del universo: si a la pregunta de por qué hay universo respondemos diciendo que lo ha hecho Dios, la
siguiente pregunta inevitable es por qué hay Dios o quién ha hecho a Dios. Si vamos a aceptar que Dios no
tiene causa, también podríamos haber aceptado antes que el universo no tiene causa y ahorrarnos ese viaje.
Algunos teólogos sostienen que Dios es causa sui, es decir una causa que se causa a sí misma, lo cual
contraviene los dos rasgos definitorios de lo que entendemos normalmente por causa: no es distinta sino
idéntica a su efecto y no es anterior sino simultánea con él. ¿Podemos entonces seguir llamando «causa» a
algo opuesto por definición a lo que habitualmente tenemos por «causa»?