LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 39
Las preguntas de la vida
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nuestra forma de conocer el mundo y de disponer de él, lo mismo que yo llamo «orden» al caos que reina en
mi escritorio y considero «bien ordenadas» a las estrellas en las viejas constelaciones que deleitan a mi fan-
tástico capricho. Ahora bien, ¿qué alcance objetivo podemos darle a los rasgos de ese «orden» cuyo principio
subjetivo resulta inocultable? Sin duda existen regularidades observables en los procesos del universo y los
científicos pueden hacer previsiones sobre ellos que se cumplen de modo satisfactorio, sea cuales fueren los
intereses o caprichos subjetivos de los observadores. Casi estamos tentados de sugerir que la objetividad del
orden cósmico se demuestra por la validez de un mismo determinismo causal en todo lo que alcanzamos a
conocer de él.
Pero ¿son tales leyes causales de alcance universal normas establecidas por Dios «como un rey
establece las leyes de su reino» -según opinó Descartes- o simples pactos o alianzas episódicos (foedera)
surgidos al azar como supuso Lucrecio? Este determinismo menos rígido y con un componente aleatorio
parece coincidir mejor con lo que dice la física cuántica en nuestro siglo, según un Werner Heisenberg o un
Niels Bohr... Aunque pudiera ser que la incertidumbre causal de tal planteamiento estuviese solamente en
nuestra nueva forma de observar la naturaleza de acuerdo con esa física y no en la naturaleza misma.
Atrevámonos a ir un paso más allá en nuestras perplejidades. ¿Podemos estar seguros de que todo el
universo está ordenado del mismo modo que la porción de él en la que nos encontramos y que alcanzan
nuestros medios de conocimiento? ¿No podría ser que vivamos en un fragmento cósmico ordenado por azar
de forma que nos es accesible, mientras que otras muchas de sus provincias desarrollan fórmulas distintas que
nos estarán vedadas para siempre y que para nosotros serían mero caos? ¿No podría ocurrir que el orden que
comprobamos a nuestro alrededor es precisamente lo que nos ha permitido existir, y que los demás órdenes o
desórdenes posibles nos excluyen no sólo intelectual sino también físicamente como especie? Esta
vinculación intrínseca entre nuestra forma de conocer y nuestra posibilidad de existir es lo que ha llevado a
algunos astrofísicos actuales a formular lo que denominan el principio antrópico (el principio que apunta o se
encamina hacia el hombre) del cosmos, que admite dos formulaciones, una más cautelosa y otra mucho más
«fuerte». La primera, de comienzos de los años sesenta, se debe a Robert Dicke (más tarde fue suscrita
también por Stephen Hawking en su Breve historia del tiempo) y dice aproximadamente algo así: «Puesto que
hay observadores en el universo, éste debe poseer las propiedades que permiten la existencia de tales
observadores». Planteada así, la cosa resulta bastante perogrullesca: como hay observadores en el cosmos,
eso quiere decir sin duda que en el cosmos puede haber observadores. Pero lo que señala este aparente
truismo es que las regularidades causales que observamos en el universo tienen que estar ligadas a nuestra
propia aparición en él en tanto estudiosos de lo real. Como ya apuntamos en el capítulo segundo, si somos
capaces de reflejar en cierta medida con objetividad cómo es el mundo (o al menos cómo es la parte del mun-
do que nos «corresponde») es porque formamos parte de él... ¡y porque si fuésemos incompatibles del todo
con su comprensión, no lo sabríamos porque ni siquiera hubiéramos tenido ocasión de existir!
Años más tarde. Branden Carter replanteó el principio antrópico de una manera mucho más
comprometedora aunque sin duda también más sugestiva: «El universo debe estar constituido de tal forma en
sus leyes y en su organización que no podía dejar de producir alguna vez un observador». Aquí ya parece que
las cosas se llevan descaradamente demasiado lejos. Resulta indudable que la existencia del hombre en el
universo es posible (¡porque de hecho existe!) pero suponer que tan fastuoso acontecimiento era ineludible
encierra un exceso de autocomplacencia. A no ser que sostengamos que las posibilidades cuando se cumplen
se conviertan obligatoriamente en necesidades.... Esta convicción megalómana nos pone a un paso de
halagarnos suponiendo que el fruto maduro que se ha propuesto el universo en su desarrollo somos
precisamente -¡oh casualidad!- nosotros. No es que las condiciones cósmicas sean tales que permitan nuestra
aparición (y, una vez aparecidos, nos permitan entenderlo en parte objetivamente) sino que serían tales a fin
de que apareciésemos. Pero la modestia (¡y la cordura!) nos deberían prohibir aspirar a tanto.
Suponer que el diseño universal exige nuestra aparición como especie implica que este infinito
decorado está hecho (al menos en buena medida) para nuestra complacencia. En versos elocuentes de su De
Rerum Natura (en el libro V,195 a 234), Lucrecio acumula argumentos contra tal suposición. Y Michel de
Montaigne rechaza también vigorosamente esa pretensión: «¿Quién le ha hecho creer (al hombre) que este
admirable movimiento de la bóveda celeste, la luz eterna de esas luminarias que giran tan por encima de su
cabeza, los movimientos admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a
través de tantas edades para su servicio y conveniencia? ¿Se puede imaginar algo más ridículo que esta
miserable y frágil criatura, quien, lejos de ser dueña de sí misma, se halla sometida a la injuria de todas las
cosas, se llame a sí misma dueña y emperatriz del mundo, cuando carece de poder para conocer la parte más
ínfima y no digamos para gobernar el conjunto?» 21 . Aunque poseamos la capacidad de conocer en cierto
21
Ensayos, de M. de Montaigne, cap. XII, trad. de Eugenio Imaz.