LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 32

Las preguntas de la vida 32 ............................................................................................................................................................................................. las cosas a las que quieren referirse y las van sacando frente a los otros para comunicar su pensamiento. Procedimiento que no deja de presentar problemas porque, como señaló el gran lingüista contemporáneo Ro- man Jakobson, supongamos que quien va a referirse a todas las ballenas del mundo logra transportar en su saco a tantos cetáceos; aun entonces, ¿cómo logrará decir que son «todas»? En el terreno emocional, las difi- cultades no son menores: el antílope que vigila en un rebaño puede alertar a los demás de la presencia temible de un león, pero ¿cómo podría decirles en ausencia del depredador que él tiene miedo de los leones o que cree que el león no es tan fiero como lo pintan?, ¿cómo podría gastarles la broma de anunciar un león que no existe o recordar lo feroz que parecía el león de la semana pasada? Y sin embargo este tipo de reflexiones forman parte esencial de lo que llamamos el «mundo» de los humanos. Los llamados lenguajes animales (tan radicalmente distintos del nuestro que francamente parece abusivo denominarlos también «lenguajes») mandan avisos o señales útiles para la supervivencia del grupo. Sirven para decir lo que hay que decir, mientras que lo característico del lenguaje humano es que sirve para decir lo que queremos decir, sea lo que fuere. Este «querer decir» es precisamente lo esencial de nuestro lenguaje. Cuando oímos una frase en un idioma desconocido nos preguntamos qué querrá decir. Puede que no sepamos esa lengua, pero lo que sabemos muy bien es que esos sonidos o esas letras escritas revelan una voluntad de comunicación que las hermana con la lengua que nosotros mismos manejamos. El hecho de compartir la posesión de un lenguaje (de un querer decir sin referencia vital clausurada, que puede hablar de lo posible y de lo imposible, de lo actual, lo pretérito o lo porvenir, que puede tratar incluso del habla misma - como estamos haciendo aquí, como ningún otro animal puede hacer- y sirve para debatir argumentos, mientras que los animales avisan o amenazan pero no «discuten») es el rasgo específico más propio de nuestra condición (junto al sabernos mortales): tiene mucha más importancia eso que nos asemeja a cualquier otro ser humano, la capacidad de hablar, que lo que nos separa, el utilizar idiomas diferentes. Ese «querer decir» es decisivo incluso en el aprendizaje del propio lenguaje. Los estudiosos que han intentado enseñar a chimpancés rudimentos de comunicación lingüística por medio de cartulinas con dibujos (a veces con resultados notables, como los obtenidos por los Premack con su famosa mona Sarah) señalan siempre la falta de iniciativa simbólica de los primates y su desinterés por lo que se les fuerza laboriosamente a aprender. Llegan a decir cosas a pesar de ellos mismos, estimulados por recompensas pero sin mostrar ningún gusto personal por la habilidad adquirida. Lo que les interesa no es comunicarse sino lo que les dan por comunicarse. Los niños, en cambio, se abalanzan sobre la posibilidad comunicativa que les abren las palabras, no aprenden de forma meramente receptiva sino que participan activa y atropelladamente en su propio adiestramiento verbal, como si estuviesen hirviendo ya de cosas que decir y les faltara tiempo para saber cómo. A diferencia de leer o escribir, ningún niño se resiste a aprender a hablar ni hay que ofrecerle premio alguno por llevar a cabo lo que bien mirado no es pequeña proeza. Tal parece que los niños aprenden a hablar porque a las primeras de cambio se les despierta la intención de hablar, que es precisamente lo que falta a los demás primates, por despiertos que sean. Se diría que el ser humano tiene el propósito de comunicarse simbólicamente aun antes de disponer de los medios. Quizá el único ejemplo relativamente en contra es el niño criado entre animales en el Aveyron al que el pedagogo del siglo XVIII Jean Itard intentó enseñar a hablar, lo cual puede indicar que la primera apetencia de comunicación humana la recibimos del crecer entre humanos. Nada indica mejor este entusiasmo por el lenguaje de los niños en cuanto conocen el mundo comunicable que les abre la palabra que los mismos errores cometidos en el aprendizaje, los cuales no demuestran falta de memoria o atención sino al contrario una espontánea vehemencia que se adelanta a lo que se les enseña demasiado pausadamente. Sánchez Ferlosio cuenta que cuando su hija era pequeña dijo al abrir una manzana taladrada por gusanos que tenía «tuberías». Esta ingenuidad no revela una torpe equivocación sino la asociación fulgurante entre significados que busca abrirse camino expresivo a mayor velocidad de la que se emplea en aprender el vocabulario... Como hemos apuntado, lo característico del lenguaje humano no es permitir expresar emociones subjetivas -miedo, ira, gozo y otros movimientos anímicos que también suelen revelarse por gestos o actitudes, como puede hacer cualquier animal- sino objetivar un mundo comunicable de realidades determinadas en el que otros participan conjuntamente con nosotros. A veces se dice que una mueca o un encogimiento de hombros pueden ser más expresivos que cualquier mensaje verbal. Quizá sean más expresivos de lo que nos pasa interiormente pero nunca comunican mejor lo que hay en el exterior. La principal tarea del lenguaje no es revelar al mundo mi yo sino ayudarme a comprender y participar en el mundo. Gracias al lenguaje, los humanos no habitamos simplemente un medio biológico sino un mundo de realidades independientes y significativas incluso cuando no se hallan efectivamente presentes. Como ese mundo que habitamos depende del lenguaje que hablamos, algunos lingüistas (Edward Sapir y Benjamin L. Whorf son los más destacados) han supuesto que cada uno de los idiomas abre un mundo diferente, de lo cual