LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 31
Las preguntas de la vida
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que forma parte de las necesidades de su especie. Const ituyen un continuo con lo que necesitan y apetecen,
incluso con aquello de lo que huyen porque les amenaza: no pueden ver nada objetivamente, en sí mismo,
desgajado de los afanes propios de su especie. El biólogo Johannes von Uexküll decía que en el mundo de
una mosca encontramos sólo «cosas de mosca» y en el mundo de un erizo de mar sólo «cosas de erizo de
mar». En cambio los humanos parece que tenemos la capacidad de distanciarnos de las cosas, de despegarnos
biológicamente de ellas y verlas como objetos con sus propias cualidades, que muchas veces en nada se
refieren a nuestras necesidades o temores. Por eso algunos filósofos contemporáneos (Max Scheler, entre
otros, en su interesante e influyente libro El puesto del hombre en el cosmos) distinguen entre el medio propio
en el que habitan los animales y el mundo en el que vivimos los humanos (del que intentaremos ocuparnos
más en el próximo capítulo). En el medio animal no hay nada neutral, todo está a favor o en contra de lo que
pide la especie para perpetuarse; en el mundo humano en cambio cabe cualquier cosa, incluso lo que nada
tiene que ver con nosotros, o lo que ya no tiene que ver, lo que perdimos, lo que aún no hemos conseguido.
Es más, la posibilidad de ver las cosas objetivamente, como reales en sí mismas (un pensador español
contemporáneo, Xabier Zubiri, define al hombre como «un animal de realidades») se extiende hasta el punto
de objetivar nuestras propias necesidades y reinterpretar las exigencias biológicas de nuestra especie... ¡es
decir, hasta el punto de distanciarnos de nosotros mismos! Los humanos podemos estudiar las cosas del
mundo en sí mismas y nuestra propia condición objetiva como ingrediente del mundo real, mientras que no
parece que pueda haber animales zoólogos...
En algunos zoos hay una sección especial dedicada a los animales que desarrollan su actividad
durante la noche. En terrarios especialmente acondicionados se han recreado sus condiciones de vida y se ha
invertido por medio de juegos de luz el tiempo real, de modo que los bichos creen que es de día cuando es de
noche y viceversa. De ese modo los visitantes pueden observar a los murciélagos, búhos y otros seres
semejantes en acción. Pues bien, en un ensayo que ha adquirido cierta notoriedad, Thomas Nagel se pregunta
«cómo será eso de sentirse murciélago» 18 . Por supuesto, lo que intriga a Nagel no es qué sentiría él mismo, o
usted o yo, que somos humanos, volando velocísimamente a ciegas con la boca abierta, dirigiéndonos por un
radar de ultrasonidos, colgando cabeza abajo del techo sujetos por nuestros pies o alimentándonos con una
dieta de insectos. A esta pregunta trivial, la respuesta no menos obvia es que nos sentiríamos muy raros. Pero
esa extrañeza provendría de que no somos murciélagos y sin embargo actuaríamos como tales. Lo que Nagel
se pregunta no es qué puede sentir un humano convertido en murciélago, sino a qué se parece ser
murciélago... ¡para los murciélagos! (también podríamos preguntar, por ejemplo, qué se siente siendo
lingueirón, sobre todo antes de que llegue un Julio Camba y nos engañe). Es imposible dar respuesta a la
pregunta, porque para ello deberíamos tener no sólo la peculiar dotación sensorial de murciélagos o
lingueirones, sino también compartir su mismo medio ambiente. Y aunque estemos juntos, nuestros medios
son radicalmente distintos. Mejor dicho: nosotros estamos presentes en su medio como interferencias, sin
otra entidad que la repulsión o el obstáculo que suponemos para sus vidas, mientras que ellos habitan nuestro
mundo como seres independientes y por tanto distintos de las reacciones (miedo, agrado, etc.) que despiertan
en nosotros. Lo cierto en cualquier caso es que nos resultaría imposible reproducir en un zoológico
imaginario las condiciones de vida del Homo sapiens, su medio natural. Nuestro medio natural es el conjunto
de todos los medios, un mundo hecho con todo lo que hay y también con lo que ya no hay y con lo que aún
no hay. Un mundo que cambia además cada poco trecho. El modo de vida no sólo de los murciélagos y de los
lingueirones, sino incluso de los chimpancés y otros animales que se nos parecen mucho más, es
esencialmente el mismo aunque vivan separados por miles de kilómetros; en cambio, unos cuantos cientos de
metros bastan para cambiar de forma notabilísima los comportamientos de los grupos humanos, aunque todos
también pertenezcamos a la misma especie biológica. ¿Por qué?
Sobre todo, por la existencia del lenguaje. El lenguaje humano (cualquier lenguaje humano) es más
profundamente distinto de los llamados lenguajes animales que la propia fisiología humana de la de los
demás primates o mamíferos. Gracias al lenguaje cuentan para los humanos aquellas cosas que ya no existen,
o que todavía no existen... ¡incluso las que no pueden existir! Los llamados lenguajes animales se refieren
siempre a las finalidades biológicas de la especie: la gacela previene a sus semejantes de la cercanía del león
o de un incendio, los giros de la abeja informan a sus compañeras de panal de dónde y a qué distancia se
hallan las flores que deben libar, etc. Pero el lenguaje humano no tiene un contenido previamente definido,
sirve para hablar de cualquier tema -presente o futuro-, así como para inventar cosas que aún no han ocurrido
o referirse a la posibilidad o imposibilidad de que ocurran. Los significados del lenguaje humano son
abstracciones, no objetos materiales. En uno de sus viajes imaginarios, el Gulliver de Jonathan Swift
encuentra un pueblo cuyos habitantes quieren ser tan precisos que, en vez de hablar, llevan en un saco todas
18
Incluido en Cuestiones mortales, México, Fondo de Cultura Económica.