LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 30

Las preguntas de la vida 30 ............................................................................................................................................................................................. gastronómica, del apareamiento llegamos al erotismo, del instinto defensivo desembocamos en la guerra, etc. En los animales cuenta mucho la especie, el beneficio de la especie, la experiencia genéticamente acumulada de la especie y muy poco o nada los objetivos particulares del individuo o su experiencia privada. Los animales parecen nacer sabiendo ya mucho más de lo que aprenderán en su vida, mientras que los humanos se diría que aprendemos casi todo y no sabemos casi nada en el momento de nacer. Para marcar esta diferencia, algunos hablan de «conducta» animal (predeterminada) frente a «comportamiento» humano (indeterminado, libre), aunque probablemente estos distingos terminológicos no sean demasiado esclarecedores. Lo cierto es que los animales aciertan con gran frecuencia en lo que hacen siempre que no se les presenten excesivas novedades, mientras que los humanos tanteamos y nos equivocamos mucho más pero en cambio sabemos responder mejor a cambios radicales en las circunstancias. Si a un animal particular le da mal resultado el instinto de su especie, difícilmente logrará sustituirlo por algo que él mismo haya aprendido o inventado. Lo ejemplifica con mucha gracia el humorista gallego Julio Camba al hablar de la pesca del «lingueirón», un marisco parecido a la navaja. El lingueirón vive enterrado en la arena de las playas, dejando un pequeño agujero como salida de su madriguera. Cuando sube la marea, sale de la arena para alimentarse. Se le pesca poniendo un granito de sal en el agujero bajo el que espera, haciéndole creer así que ya está cubierto por el agua de mar y provocando su salida. «Yo llegué -cuenta Julio Camba- a desconcertar de tal modo a un pobre lingueirón a fuerza de pescarle durante todo el verano que, cuando subía la marea, el infeliz se creía que yo le había puesto un grano de sal, y cuando yo le ponía un grano de sal se figuraba que había subido la marea. Perdida la confianza en su instinto, aquel desdichado lingueirón se había convertido casi en un ser pensante y no acertaba ni por casualidad 16 .» Bromas aparte, lo cierto es que -puesto en el difícil brete de aquel lingueirón, para quien Camba fue una suerte de «genio maligno» cartesiano- un humano hubiera in- ventado algo para verificar la subida de la marea... o se las habría arreglado para cambiar de hábitos y de régi- men de alimentación. Hasta aquí estamos comparando animales y humanos desde un punto de vista más bien antropocéntrico. Pero ¿qué dicen los que consideran a unos y a otros desde una perspectiva zoológica? Aunque nos ha gustado siempre autoelogiarnos, llamando a nuestra especie primero Homo habilis y luego Homo sapiens, lo cierto es que no son nuestras habilidades técnicas ni nuestra sabiduría en lo que se fijan como criterio diferencial quienes nos han estudiado como una variedad más de mamíferos superiores. ¡Después de todo, resulta que compartimos con los chimpancés el noventa y tantos por ciento de nuestra do- tación cromosómica! En 1991 un equipo de primatólogos (es decir,, estudiosos de los primates) estableció una serie de rasgos distintivos de los grupos humanos frente a los de nuestros más próximos allegados zoológicos 17 . El primero de ellos es que, tanto si abandonan su grupo familiar como si no y sean machos o hembras, los humanos adultos conservan a lo largo de toda su vida lazos afectivos con sus parientes más próximos. Los demás primates, en cambio, sólo permanecen ligados a sus consanguíneos en tanto siguen formando parte del mismo grupo y sólo con los que son de su mismo sexo. Entre los otros primates, la organización social o bien está basada en la pareja monógama -es el caso de los gibones o los orangutanes- o bien forman una banda en la que todas las hembras están monopolizadas por el macho que ocupa la jefatura, como entre los gorilas (quizá la única excepción sean los inteligentes chimpancés bonobos, que según cuentan logran desarrollar una vida tribal de envidiable promiscuidad sexual). Pero sólo los humanos hacen compatible la monogamia con la vida en grupo, probablemente porque mantienen relaciones con sus hijos de ambos sexos incluso después de alcanzada la madurez. También establecen relaciones de cooperación intergrupal y de especialización en la búsqueda de alimentos, defensa, etc., desconocidas entre los demás primates. Sobre todo lo más característico es que son los únicos capaces de conservar relaciones significativas incluso en ausencia de aquellos con quienes se relacionan, es decir, más allá de los límites efectivos del grupo o tribu. En una palabra, son capaces de acordarse socialmente de los otros incluso aunque no vivan con ellos. ¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? Parece ser que los restantes primates -y mucho más todavía otros animales- viven como incrustados o hundidos en el medio vital que les es propio (Georges Bataille, en su Teoría de la religión, dice que están «como el agua en el agua»). Permanecen como irremediablemente adheridos a los semejantes con que conviven y al objetivo de sus instintos, a lo que necesitan buscar para sobrevivir y reproducirse. No son capaces de distanciarse de quienes les rodean ni de lo 16 17 La casa de Lúculo, de J. Camba, Madrid, col. Austral. De Current Anthropology, de Rodseth, Wrangham, Harrigan y Smuts, citados por Adam Kuper en The Chosen Primate, Harvard, Mass, Harvard Uni-versity Press.