LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 29
Las preguntas de la vida
29
.............................................................................................................................................................................................
religiosos. La primera tuvo lugar en los siglos XVI y XVII por obra de Copérnico, Kepler y Galileo: la Tierra,
el planeta humano, fue desplazada del centro del universo y perdió su majestuosa inmovilidad privilegiada
para ponerse a girar en torno al sol. La segunda ocurrió en el siglo XIX: Darwin demostró de manera bastante
convincente que nuestra especie es una más en el conjunto de los seres vivientes y que no hemos sido creados
directamente por ningún Dios a su imagen y semejanza sino que provenimos por mutaciones azarosas de una
larga serie genética de mamíferos antropoides. La tercera humillación nos la infligió Sigmund Freud, a finales
del siglo pasado y comienzos del nuestro, al convertir nuestra mismísima conciencia o alma en algo complejo
y nada transparente, traspasado por impulsos inconscientes de los que no somos dueños. En los tres casos
perdemos algún rasgo de excepcionalidad que nos enorgullecía y para el que se habían buscado fundamentos
teológicos: cada vez nos parecemos más a lo que no queremos ser...
Sin embargo, por mucho que aceptemos hoy la indudable continuidad entre lo animal y lo humano,
no por ello parecen haberse borrado ni mucho menos las diferencias fundamentales que justifican aún ese
«asombro» ante el hombre expresado por el coro de Sófocles o por Pico della Mirandola. Como señalamos en
el capítulo anterior, una cosa es decir que algo -una capacidad, un ser- provenga o emerja de otro algo -un
proceso fisiológico, un antropoide- y otra muy distinta asegurar que ambos son idénticos, que el primero no
es más que el segundo o se reduce a él. Que los seres humanos seamos también animales y que en cuanto
especie debamos buscar nuestros parientes entre las bestias y no entre dioses o ángeles (no hemos caído del
cielo, sino que hemos brotado del suelo, como ya algunas mitologías indicaron) no impide que constatemos
rasgos característicos en lo humano que determinan un auténtico salto cualitativo respecto a nuestros
antepasados zoológicos. Señalarlos con precisión es importante (¡aunque nada fácil!), no por afán de seguir
perpetuando así jirones de nuestra maltrecha superioridad excepcional del pasado sino para -bueno o malo-
comprender mejor lo que efectivamente somos. De modo que ahora las preguntas serán: si no basta
clasificarnos simplemente como animales, ¿qué más somos? ¿Hay algo que distinga radicalmente, en
profundidad, al animal humano del resto de los animales?
Tradicionalmente se ha hablado del ser humano como de un «animal racional». Es decir, el bicho
más inteligente de todos. No es sencillo precisar de forma elemental qué entendemos por razón (aunque algo
hemos intentado en el capítulo segundo), de una forma lo suficientemente amplia como para que los animales
no queden excluidos de ella de antemano. Como muy bien ha señalado el filósofo inglés Roger Scruton, «las
definiciones de la razón y de la racionalidad varían grandemente; varían tanto como para sugerir que,
mientras pretenden definir las diferencias entre hombres y animales en términos de razón, los filósofos están
en realidad definiendo la razón en términos de la diferencia entre hombres y animales» 15 . Digamos como
primera aproximación que la razón es la capacidad de encontrar los medios más eficaces para lograr los fines
que uno se propone. En este sentido resulta evidente que también los animales tienen sus propias razones y
desarrollan estrategias inteligentes para conservar sus vidas y reproducir su especie. Desde luego ningún
animal fabrica bombas atómicas ni maneja ordenadores, pero ¿es por falta de inteligencia o porque no los
necesitan?, ¿podemos decir que demuestra poca inteligencia hacer solamente lo imprescindible para vivir sin
buscarse mayores complicaciones? He aquí una primera diferencia entre la inteligencia de los animales y la
de los seres humanos: a los animales, la inteligencia les sirve para procurarse lo que necesitan; en cambio a
los humanos nos sirve para descubrirnos necesidades nuevas. El hombre es un animal insatisfecho, incapaz de
satisfacer unas necesidades sin ver cómo otras apuntan en el horizonte de su vida. Por decirlo de otro modo:
la razón animal busca los mejores medios para alcanzar ciertos fines estables y determinados, mientras que la
razón humana busca medios para lograr determinados fines y también nuevos fines, aún inciertos o
indeterminados. Quizá sea esta característica lo que apuntaba Pico della Mirandola en su descripción de la
dignidad humana...
En los animales la inteligencia parece estar exclusivamente al servicio de sus instintos, que son los
que les dirigen hacia sus necesidades o fines vitales básicos. Es decir que su conducta sólo responde a un
cuadro de situaciones que vuelven una y otra vez -necesidad de alimento, de apareamiento, de defensa, etc.-,
cuya importancia proviene de la vida de la especie y no de la elección de cada uno de los individuos. La
inteligencia al servicio de los instintos funciona con gran eficacia, pero nunca inventa nada nuevo. Sin duda
algunos primates descubren trucos ingeniosos para conseguir comida o protegerse del enemigo y hasta logran
difundirlos por su grupo. Pero la base de sus afanes se atiene invariablemente a la pauta instintiva elemental.
Los humanos, en cambio, utilizamos la inteligencia tanto para satisfacer nuestros instintos como para
interpretar las necesidades instintivas de nuevas formas: de la necesidad de alimento derivamos la diversidad
15
An Intelligent Person's Guide to Philosophy, de R. Scruton, Londres Duck-worth.