LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 28
Las preguntas de la vida
28
.............................................................................................................................................................................................
bajo. A las cosas de este mundo no les queda más remedio que ser lo que son, o sea lo que Dios que las ha
hecho ha querido que sean. Todas las cosas, todos los seres están así prefijados de antemano... menos el
hombre.
Cuando hubo dispuesto ordenadamente todo el universo, el Supremo Hacedor se dirigió al primer
hombre y -¡según Pico della Mirandola!- le habló así: «No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni
un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen, y los empleos que desees para ti, ésos los tengas
y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza constreñida dentro de ciertas leyes
que les hemos prescrito. Tú, no sometido a ningún cauce angosto, te la definirás según tu arbitrio, al que te
entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y
miraras todo lo que existe. Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como
modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás
degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma
decisión» 14 .
De modo que, según Pico, lo asombroso del hombre es que se mantiene abierto e indeterminado en
un universo donde todo tiene su puesto y debe responder sin excentricidades a lo que marca su naturaleza.
Dios ha creado todo lo que existe pero al hombre le ha dejado, por así decirlo, a medio crear: le ha concedido
la posibilidad de concluir en sí mismo la obra divina, autocreándose. Así que el hombre es también un poco
Dios porque se le ha otorgado la facultad de crear, al menos aplicada a sí mismo. Puede hacer mal uso de esa
discrecionalidad y rebajarse hasta lo vegetal o lo pétreo; pero también puede alzarse hasta lo angélico, hasta
la mismísima inmortalidad. ¡No cabe duda de que Pico della Mirándola es bastante más optimista que
Sófocles respecto a las capacidades humanas! Más adelante (en los capítulos sexto y séptimo de este libro)
tendremos que volver a reflexionar sobre algunos de los problemas que plantea esta visión renacentista de lo
humano, tan decidida y hasta arrogantemente moderna. Pero de momento nos basta aquí con destacar la
aportación de Pico al planteamiento que había hecho en su día el coro de Antígona. Según el trágico griego,
lo admirable del hombre -para «admirable» utiliza un término que también puede leerse como
«estremecedor», «terrible»- es lo que el hombre puede llegar a hacer con el mundo, sea por medio de la
técnica, la astucia o el lenguaje racional; pero el humanista florentino destaca sobre todo lo que el hombre
puede hacer consigo mismo y según la elección divinamente libre de su arbitrio o voluntad. Y notemos de
paso que para Pico la dignidad del hombre viene de que es el ser más «dichoso» o «afortunado» de la
creación... ¡algo desde luego que Sófocles nunca se hubiera atrevido a asegurar!
En cualquier caso, parece que siempre se ha intentado definir lo humano por contraposición (y
también por comparación) con lo animal y con lo divino. Es humano quien no es ni animal ni dios. En
nuestros días resulta bastante evidente que desde luego dioses no somos, en parte por nuestras patentes
deficiencias y en parte también porque ahora se cree en los dioses o en Dios bastante menos que en otras
épocas. Pero en cambio hay serias dudas respecto a que no seamos animales, y ni siquiera animales tan
especiales o distintos de los demás como nos gustaría suponer. Que entre los animales y los seres humanos
existen semejanzas e incluso cierta forma de parentesco es cosa evidente, aunque no sea más que por el
derroche de elocuencia que se ha hecho a través de los siglos para dejar claro que no somos animales. Nadie
se ha molestado nunca en cambio en probar que no somos piedras o plantas... Por otra parte, en las fábulas
tradicionales de casi todos los países aparecen los animales ejemplificando ciertas virtudes que a los humanos
nos gustaría poseer: coraje, fidelidad, prudencia, astucia, etc., por ejemplo, el toro, el perro, el lince, el águila,
etc. Y también se muestra reprobación por los viciosos insultándoles con nombres de animales: al ignorante
se le llama «asno», al sucio o lascivo «cerdo», al cobarde «gallina» y a los enemigos «perros» o «ratas». Estas
comparaciones positivas o negativas son una forma de reconocer similitudes reveladoras (¡aunque en buena
parte imaginarias!), al tiempo que expresan el siempre latente temor a que se nos confunda con las demás
bestias.
Sin embargo, desde que Darwin hizo pública su teoría de la evolución humana a partir de otras
formas de vida animal, nuestra filiación zoológica se ha convertido en doctrina científica casi universalmente
acatada. Digo «casi» porque aún hay obstinados que por razones religiosas se niegan a asumir este origen
poco ilustre. Es curioso constatar que en la mayoría de las creencias religiosas se da siempre una mezcla de
humildad y orgullo: debemos someternos a Dios, pero esa sumisión nos vincula a la divinidad y nos eleva por
encima del resto de los seres naturales. En la época moderna los humanos hemos tenido que asumir tres
grandes humillaciones teóricas, las tres vinculadas a la ciencia y las tres frontalmente opuestas a dogmas
14
Ibidem, trad. ligeramente modificada.