20 Salvador Carracedo Dapena
que se traían los pájaros en lo alto de los robles; ni quedarse
embelesado ante el murmullo de un regato que huía chispeante
y juguetón. Cuando le llegaba el olor de la alfalfa y del heno
recién segados, se detenía unos instantes, cerraba sus labios y, levantando
levemente la cabeza, aspiraba ese aroma natural que se
esparcía por los alrededores. Entonces, proyectaba su vista hacia
el abanico de montañas del Prepirineo, desde el Montsec hasta el
Sant Corneli, que rodean y protegen las poblaciones de la Conca
de Tremp, y alcanzaba una sensación de paz con la naturaleza
que lo envolvía. Siempre llevaba una bolsa de plástico en algún
bolsillo, por si tras la lluvia los caracoles sacaban sus cuernos al
sol; o por si en otoño las setas se ofrecían tentadoras al primer
buscador. Tampoco le importaba recoger un puñado de nueces
caídas de algún nogal fuera de las fincas, para luego comerlas
acompañadas con un vaso de vino del Neret; ni detenerse ante
las zarzas a saborear las moras que iban estando en sazón.
Sí, siempre buscaba algo, como si quisiera desentrañar los
secretos de la vida. Por eso, cuando caminaba por las carreteras
de la comarca, a veces pasaba la vista por las cunetas para ver
los restos que dejaban los humanos. Todos eran, a su entender,
testigos mudos del principio o del fin de tantas historias…
Como el plástico reseco de un preservativo en una pequeña
vaguada, estrenado quizá de forma furtiva, con la ilusión de
un proyecto o durante la rutina de la infidelidad. O el zapato
de un niño junto al tronco de un árbol, y no lejos de él los
restos de una muñeca, promesas de una vida y de una ilusión
truncadas en su inicio. Y entre unas hierbas secas, cerca de un
campo de trigo, la mitad de un puro habano todavía humeante,
manifestando a las claras lo que a su dueño le sobraba en
el bolsillo y le faltaba en la mollera. Y aquella frágil cinta, perdida
entre las ramas y temblando por la brisa, que sobresalía
de una vieja casete, allá cerca del monte Tuxal.