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I Hiciera el tiempo que hiciera, Roger nunca se perdonaba el paseo diario. Además de gozar del entorno, siempre iba buscando con la vista, como si le faltara algo, sin saberlo. Aunque su estatura no era alta en exceso, sobresalía en la soledad de los campos y de los caminos. Siempre solía llevar en la mano un palo a modo de bastón, con el que a veces le gustaba golpear ligeramente la hierba a izquierda y derecha, como si fuera un juego. El sol y los aires de la montaña ya habían premiado su rostro con un ligero bronceado, que contrastaba con el color oscuro del cabello. Todos los parajes de Vilaneret le eran familiares. Y cuanto más se perdía por caminos y senderos, más le parecía que se encontraba a sí mismo. Se le podría haber llamado solitario, si no fuera porque también amaba las tertulias, las partidas con los amigos y las celebraciones populares. Pero había ciertas actividades que dejaba para sí, como el placer de la lectura en la terraza, y, sobre todo, el que le producía su paseo. Era una necesidad que satisfacía con todos sus sentidos. Su caminar ágil no le impedía apreciar el estado del campo, el crecimiento del trigo y del maíz, la evolución de los girasoles o los cambios de la primavera y el otoño en la vegetación. No le importaba pararse a escuchar los gorgoritos