La Revista Digital 1 Versión Final Revista No. 2 - Prueva | Page 110

D. Walter encuentra la medida justa. La relación de confianza no es, pues, automática. Los campesinos ponen toda su fe en los mensajes oníricos del abuelito. ¡Cuántas veces he oído a los campesinos murmurar, con un aire de despecho, que puesto que la coca no es favorable, más valía abandonar la cacería proyectada! “No sale la suerte. ¡Por gusto vamos a buscar!” A pesar de esta aparente sumisión a la voluntad del ancestro o a las indicaciones de la coca, yo me daba cuenta de que de madrugada, a la hora propicia para ir a rastrear la presa, la pasión de la caza volvía a dominar. Los hombres no resistían a las ganas de ir a probar su suerte, si necesario sin que lo sepa el dueño de la presa, a quien, por cierto, habían evitado revelarle sus intenciones. ¡La pimienta de la caza consiste ante todo a desafiar lo prohibido! El Desarrollo de la Caza La caza comienza al alba, en el momento en que el abuelito va a acostarse. Los cazadores suben encima de las crestas, dominio de predilección del tarugo. Uno de ellos, el tirador, va a emboscarse cerca de un lugar de pasaje conocido de la presa, agazapándose, de ser necesario, detrás de un muro de piedras. Mientras tanto, sus compañeros van a lo largo de las crestas, a fin de replegar a la presa hacia el lugar donde se encuentra el tirador. Un sistema de señales acordadas previamente –generalmente, agitan sus sombreros con el brazo extendido en diferentes direcciones– permite comunicar la localización de los animales a unos y otros. No se permite ningún grito o silbido. La búsqueda debe ser lo más silenciosa posible, pues el tarugo es un animal muy temeroso que se escapa a la menor señal de presencia humana. La tarea de los ojeadores resulta agotadora, ya que la búsqueda los lleva a los lugares más inaccesibles – pendientes abruptas, abismos y laberintos de rocas que bordean los glaciares–. La posibilidad de encontrar una presa puede ser favorecida por la posesión de una illa. Se trata de piedras zoomorfas, encontradas al borde de las lagunas en las noches de luna nueva, o de figurinas animales en cerámica. Como lo han mostrado los investigadores (Flores Ochoa, 1974-76; Girault, 1984), las illas son consideradas como el doble del animal. En la época prehispánica, a cada ser viviente correspondía un doble, “fuerza primordial que lo animaba” (Taylor, 1976). Es por eso que estas piedras tienen la reputación de aportar fecundidad al rebaño de aquel que tuvo la suerte de encontrarlas. Leoncio poseía una illa, un pequeño cérvido de cerámica encontrado labrando su chacra. Convencido que este había pertenecido antes al abuelito, lo guardaba cuidosamente, envuelto en una tela en el fondo de un baúl. Poseer la figurina de la illa, ¿no es poseer el doble del animal del abuelito, y por consiguiente, poseer sobre este animal cierto poder? 108 Fuera de la illa, mis compañeros señalaban diversas técnicas “secretas”, que permiten atrapar a la presa. Rigoberto me explicó, por ejemplo, que delante de una pista fresca, el cazador astuto recogía la huella del animal y la ponía dentro de su sandalia. Este método, que, según mi informante, funcionaba “cada vez”, no deja de tener una similitud con la illa. Apoderarse de la huella de la presa es de cierto modo entrar en posesión del doble, de la réplica exacta del pie. Como lo resalta justamente Lestage (1999: 207), a pesar de que en el contexto de la gemelidad, “desde que hay un doble, se crea una fuerza”. Uno se la apodera para actuar sobre su “otro”. Idea que me fue confirmada por Delfín, cuando me indicó que “al aplastar la huella del animal con la planta del pie, la presa se encuentra dominada”. Pero una vez que el tarugo ha sido matado, la caza está lejos de haber terminado,