NOVELA POR ENTREGAS
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Ese ha sido el único talento de mi vida: Trabajar y esforzarme. La única opción que le queda al hijo de un obrero si aspira a tener una vida mejor que la de sus padres. En aquellos días la compañía estaba en plena expansión y continuamente se convocaban exámenes de promoción interna a los que yo me presentaba con la voracidad de un joven tigre. Estudiaba por las noches hasta caer rendido sobre el escritorio, justo cinco minutos antes de que sonase el despertador.Así, a golpe de muchos esfuerzos, medré rápidamente y cuando rondaba los 28 años de edad fui elegido para dirigir uno de los nuevos departamentos nacionales, convirtiéndome en el ejecutivo más joven de la compañía. Aquello me convirtió en un personaje relativamente famoso. Incluso el gran patriarca Laurel Fitzwilliam me invitó a una recepción con ocasión del aniversario de la firma y aparecí en la portada de la revista interna de la compañía. Estaba encima de la ola, justo encima, y tenía las fuerzas suficientes para sostenerme ahí arriba; me lo había ganado.Tres años más tarde fui destinado a Johannesburgo para representar los negocios de la firma en Sudáfrica. Allí, mientras prestaba mis servicios, trabé una buena amistad con John Fitzwilliam, el heredero de la compañía quien desarrollaba sus primeras labores dentro de la firma. John y yo teníamos la misma edad y, pese a venir de una familia tan importante, era un muchacho agradable y honesto. El me llamaba el “hombre serio” y yo le llamaba “el niñato”, nos hicimos buenos amigos y fuimos una gran ayuda el uno para el otro en aquellos días. Cosechamos grandes éxitos durante aquella gestión en Sudáfrica y cinco años más tarde regresamos juntos a Europa, él para casarse y heredar el imperio de su
padre y yo, para tomar posesión del puesto de director general de la oficina en Paris. Desde entonces me convertí en uno de sus hombres de confianza. John solía invitarme un par de veces al año a su mansión de Oxford para tratar asuntos de la compañía, retarnos al golf y dejar que me deleitara en sus amplios invernaderos, donde se formo mi afición por la jardinería.También, durante esas noches en sociedad, John me presentaba mujeres, casi todas amigas de Constantine, su esposa. Durante un tiempo me presionó mucho con el asunto del matrimonio. Era algo inconcebible para él que yo jamás hubiese mostrado ningún interés en las mujeres. Una vez, en Johannesburgo, llegó a preguntarme si tenía “otros” intereses, pero yo se lo aclare rápidamente. Toda mi vida había girado en torno a la Firma, jamás me había concentrado en otra cosa y no creía que a esas alturas una mujer encajase demasiado bien en mis planes. Sencillamente, siempre las vi como un auténtico estorbo. Con la llegada de Linda y Adrian, los dos únicos hijos del matrimonio, John comenzó a dedicar más tiempo a su familia y a delegar más sus responsabilidades. Eso hizo que cada vez nos viéramos menos, aunque en absoluto hizo mella en nuestra amistad. John no comprendía mi falta de apego a la familia, y a su vez, yo no comprendía que un hombre tan importante cambiara la gestión de su imperio por una serie de afectos domésticos, casi siempre destinados a tornarse ingratos. No obstante continuamos una cordial relación. John me dio más responsabilidades sobre Europa y yo las abracé con la misma ilusión que lo había hecho siempre.
CONTINUARÁ.....
En los siguientes dieciocho años la Firma creció de forma imparable. Cerramos grandes acuerdos con gobiernos de todo el continente y aglutinamos a otras empresas que antes habían sido nuestra competencia. Salimos a bolsa con un éxito arrollador y nos situamos en lo alto de una pirámide de oro. Fitzwilliams se había importante cambiara la gestión de su imperio por una serie de afectos domésticos, casi siempre destinados a tornarse ingratos. No obstante continuamos una cordial relación. John me dio más responsabilidades sobre Europa y yo las abracé con la misma ilusión que lo había hecho siempre.
En los siguientes dieciocho años la Firma creció de forma imparable. Cerramos grandes acuerdos con gobiernos de todo el continente y aglutinamos a otras empresas que antes habían sido nuestra competencia. Salimos a bolsa con un éxito arrollador y nos situamos en lo alto de una pirámide de oro. Fitzwilliams se había convertido en uno de los grandes grupos empresariales del mundo y John llegó a admitir, durante una de nuestras cada vez menos habituales partidas de golf en Oxford, que el éxito de la compañía se debía más a mis esfuerzos que a los suyos. El era un hombre feliz - me dijo en aquella ocasión -; amar a su mujer y criar a sus hijos era todo a lo que aspiraba en el mundo. “La compañía siempre fue algo impuesto para mí; nunca la amé como tu la amas, Eric. Tu deberías ser el Fitzwilliam, no yo”.