NOVELA POR ENTREGAS
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Un programa sin vacíos. Una melodía perpetua de obligaciones que yo desempeñaba con la mejor de las sonrisas. Me encantaba mi trabajo, la deliciosa rutina de cada día, en mi despacho, a bordo de un avión, o sobre la mesa de un restaurante. El poco tiempo libre que me restaba lo invertía en mi jardín de la Vesinet, donde se iba desvelando un oculto talento por las flores.
Nunca necesité nada, ni nadie más. Pero al parecer, esto no era suficiente para la cruel providencia. No era suficiente que un hombre solo deseara trabajar, cumplir con su labor, y disfrutar de un destino que se había ganado gramo a gramo. Los hados de la fortuna quisieron gastarme una broma macabra, o mejor dicho: Quisieron castigarme, tal vez porque me había atrevido a ser feliz con demasiado poco. Y por eso me enviaron a Linda Fitzwilliam
John me lo hizo saber por teléfono un día a finales de mayo del año pasado; Linda pasaría el año en París antes de ir a la universidad. Quería perfeccionar su francés y tener una aventura de bohemia antes de enfocarse enfocarse en una rigurosa carrera de empresariales. Constantine y él confiaban en mí para que hiciese las funciones de un tío. “Encárgate de que no le falté nada” me pidió John “Y vigílala un poco, ¿lo harás por mí? No me acabo de hacer a la idea de que mi pequeña princesa se marche del nido”
Yo acepté ¿qué otro remedio me quedaba? Además de cuidar de su empresa, ahora tendría también que cuidar de su hija. Recuerdo que ese día, al colgar el teléfono, estaba realmente enfadado.
Me dieron ganas de tomar el cenicero de mi mesa y lanzarlo contra el cristal de la ventana.
Linda llegó a Paris la primera semana de Junio. Yo la recordaba como una niña pecosa y parlanchina que no hacía más que hablarme mientras yo trataba de jugar al golf en el greenfamiliar de Oxford. Pero aquella mañana de Junio, cuando la vi entrar en mi despacho comprendí cuánto tiempo debía de haber pasado desde aquellos recuerdos.
Linda se había convertido en una bella mujercita. Tenía un bello y largo cabello dorado que le caía en bucles sobre los hombros, dos preciosos ojos verdes y un cuerpo bien esculpido heredado de Constantine, que había sido una gran bailarina en su juventud. Reconozco que me quedé embobado por unos instantes, mirándola brillar bajo el sol de la mañana. Fue como si una ráfaga de viento entrase por mi ventana después de haber acariciado un campo de flores.
Lo arreglé todo para instalarla en un buen apartamento del barrio Latino, puse a disposición un chofer (que ella se negó a utilizar – no era nada bohemio) y le di una tarjeta sin límite de crédito a cuenta de la empresa. Hecho esto le hice prometer que al menos una vez por semana me llamaría para decirme que tal le iba. Ella accedió a hacerlo con entusiasmo; me dijo que era absolutamente feliz.
Después nos separamos por un tiempo.
CONTINUARA...
CONTINUARÁ.....