LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 97
Markus Zusak
La ladrona de libros
nunca! —Se puso delante de ella y la levantó por los brazos. La zarandeó—.
¿Me has oído?
Con los ojos bien abiertos, Liesel asintió.
De hecho, había sido el ensayo de un sermón posterior, cuando los peores
temores de Hans Hubermann lo visitaron en Himmelstrasse, ya entrado el año,
durante las primeras horas de una mañana de noviembre.
—Bien. —La volvió a dejar en el suelo—. Veamos qué tal... —Al pie de los
escalones, Hans se puso firme y levantó el brazo. Cuarenta y cinco grados—.
Heil Hitler!
Liesel se puso en pie y lo imitó.
—Heil Hitler! —repitió, sumida en la tristeza.
Fue todo un espectáculo: una niña de once años tratando de no llorar en los
escalones de la iglesia y saludando al Führer mientras las voces que se oían a la
espalda de su padre despedazaban el montículo oscuro del fondo.
—¿Seguimos siendo amigos?
Un cuarto de hora después, Hans le tendió un cigarrillo a modo de ramita
de olivo. Acababa de recibir el papel y el tabaco. Sin decir nada, Liesel alargó la
mano sin fuerzas y empezó a liarlo.
Se quedaron allí sentados un buen rato.
El humo ascendía por el hombro de Hans.
Al cabo de diez minutos, las puertas del hurto se entreabrieron y Liesel
Meminger se coló por un resquicio.
Tal como Liesel descubrió, un buen ladrón necesita muchas cosas. Sigilo.
Audacia. Resolución.
Sin embargo, mucho más importante que todo lo demás era un último
requisito: la suerte.
De hecho... Olvida los diez minutos.
Las puertas se están abriendo.
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