LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 96
Markus Zusak
La ladrona de libros
El Führer era esa «gente» de la que Hans y Rosa Hubermann hablaban la
noche que le escribió a su madre por primera vez. Lo sabía, pero tenía que
preguntarlo.
—¿Mi madre es comunista? —Mirada fija. Al frente—. Antes de venir aquí,
siempre le estaban preguntando cosas.
Hans se inclinó un poco, rumiando el inicio de lo que sería una mentira.
—No tengo ni idea, no la conocí.
—¿Se la llevó el Führer?
La pregunta los sorprendió a ambos y obligó a levantarse a su padre, que
volvió la vista hacia los hombres de camisa parda que arremetían con sus palas
contra la pila de cenizas. Los oía cavar. Una nueva mentira se iba formando en
sus labios, pero le fue imposible dejarla salir.
—Creo que sí —contestó, al fin.
—Lo sabía. —Liesel arrojó las palabras a los escalones y sintió la rabia
revolviéndole el estómago—. Odio al Führer, lo odio.
¿Y Hans Hubermann?
¿Qué hizo?
¿Qué dijo?
¿Se agachó y abrazó a su hija, tal como deseaba hacer? ¿Le dijo que sentía lo
que le estaba ocurriendo, a ella, a su madre, lo que le había ocurrido a su
hermano?
No exactamente.
Cerró los ojos con fuerza. Los abrió. Y abofeteó a Liesel Meminger en toda
la cara.
—¡No vuelvas a decir eso! —En su voz no se adivinaba inquietud, pero sí
dureza.
Mientras los cimientos de la niña temblaban y se desmoronaban en los
escalones, Hans se sentó a su lado y ocultó su rostro entre las manos. Sería fácil
decir que no era más que un hombre alto, abatido y mal acomodado en los
escalones de una iglesia, pero no sería cierto. En ese momento, Liesel ignoraba
que su padre luchaba contra uno de los mayores dilemas a los que podía
enfrentarse un ciudadano alemán. No sólo eso, llevaba enfrentándose a él cerca
de un año.
—¿Papá?
La asaltó la sorpresa, pero también la desarmó. Quería echar a correr, pero
no podía. Podía recibir un Watschen de todas las monjas y las Rosas que
quisiera, pero dolía mucho más si se lo propinaba su padre. Hans retiró las
manos del rostro y reunió el valor para volver a hablar.
—En casa puedes decir lo que quieras —le explicó, mirando muy serio la
mejilla de Liesel—, pero no en la calle, ni en el colegio, ni en la BDM, ¡ahí,
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