LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 93

Markus Zusak La ladrona de libros Se siguieron algunos comentarios jocosos, y otra arremetida de «Heil Hitler!». ¿Sabes? Lo cierto es que me sorprendería que alguien no perdiera un ojo o se hiciera daño en una mano o en una muñeca en medio de ese jaleo. Bastaba con quedarse mirando hacia el lugar equivocado en el peor momento o estar demasiado pegado a otra persona. Tal vez sí que hubo heridos. Por lo que a mí respecta, lo único que puedo decir es que nadie murió por estar allí, al menos físicamente. Es evidente que no podemos olvidar los cuarenta millones de personas que recogí cuando todo hubo acabado, pero esto se está poniendo metafórico. Permíteme que volvamos a la hoguera. Las llamas anaranjadas saludaban a la multitud mientras el papel y las letras impresas se consumían en su interior. Palabras en llamas arrancadas de sus frases. Al otro lado, más allá del calor bochornoso, las camisas pardas y las esvásticas se daban la mano. No había gente, sólo uniformes e insignias. Los pájaros volaban en círculos. Daban vueltas y más vueltas, atraídos por el resplandor, hasta que se acercaban demasiado al calor. ¿O a los humanos? En realidad, tampoco hacía tanto calor. En su intento de huida, una voz la encontró. —¡Liesel! La voz se abrió paso y Liesel la reconoció. No era la de Rudy, pero de todos modos la conocía. Dio vueltas hasta encontrar la cara que acompañaba a la voz. Oh, no, Ludwig Schmeikl. A pesar de lo que Liesel esperaba, el niño no hizo ningún comentario, ni desdeñoso, ni burlón, ni de ningún tipo, simplemente tiró de ella y le hizo un gesto mostrándole su tobillo. Se lo habían aplastado en medio de la excitación general y la sangre oscura empapaba el calcetín; tenía mal aspecto. Bajo el enmarañado cabello rubio se adivinaba una expresión de impotencia. Un animal. No un ciervo deslumbrado por los faros. Nada tan típico ni particular. Sólo un animal herido en medio de la estampida de su propia especie, que acabaría pisoteándolo. Como pudo, Liesel lo ayudó a levantarse y lo arrastró hacia el fondo. Aire fresco. Se acercaron tambaleantes a los escalones de la iglesia. Allí había sitio, y pudieron descansar aliviados. A Schmeikl se le cayó el aliento de la boca, le resbaló por el cuello. Por fin consiguió hablar. Se sentó, se cogió el tobillo y topó con el rostro de Liesel Meminger. 93