LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 58
Markus Zusak
La ladrona de libros
—Nada, mamá.
Hans sonrió de oreja a oreja a la niña.
—El libro, la lija, el lapicero —ordenó— ¡y el acordeón! —gritó cuando ya
había salido de la cocina.
Al cabo de unos minutos estaban en Himmelstrasse con las palabras, la
música y la colada.
A medida que se acercaban a la tienda de frau Diller, iban volviendo la
cabeza para ver si Rosa seguía vigilándolos junto a la cancela. Allí estaba.
—¡Liesel, lleva derecha esa ropa planchada! —le avisó desde lejos—. ¡No
me la vayas a arrugar!
—¡Sí, mamá!
Unos pasos después:
—Liesel, ¿no vas a tener frío?
—¿Qué dices?
—¡Saumensch dreckiges, tú nunca oyes nada! Que si no vas a tener frío.
¡Puede que luego refresque!
Al volver la esquina, Hans se agachó para atarse un zapato.
—Liesel, ¿te importaría liarme un cigarrillo? —le pidió.
Nada podría haberla hecho más feliz.
Una vez que entregaron la ropa planchada, se dirigieron hacia el río
Amper, que bordeaba la ciudad y seguía su camino en dirección a Dachau, el
campo de concentración.
Había un puente de tablones.
Se sentaron sobre la hierba a unos treinta metros del puente, escribieron las
palabras y las leyeron en voz alta, y cuando empezó a oscurecer Hans sacó el
acordeón. Liesel lo escuchaba y, aunque lo miraba ensimismada, no advirtió de
inmediato la perplejidad que esa noche se reflejaba en el rostro de su padre
mientras tocaba.
EL ROSTRO DE SU PADRE
Vagaba y se hacía preguntas,
aunque sin encontrar ninguna respuesta.
Aún no.
Se apreciaba cierto cambio en Hans, si bien era casi imperceptible.
Liesel lo notó, aunque no fue hasta más tarde, cuando todas las historias
comenzaron a tomar forma. No se había fijado en que su padre adoptaba una
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