LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 413
Markus Zusak
La ladrona de libros
Se preguntó si estaría en casa, aunque le daba igual si Ilsa Hermann estaba
pelando patatas en la cocina o haciendo cola en correos. O de pie como un
fantasma cerniéndose sobre ella, intentado adivinar qué leía.
Sinceramente, ya no le importaba.
Durante un buen rato se limitó a quedarse sentada y a mirar.
Había visto morir a su hermano con un ojo abierto y el otro todavía
soñando. Se había despedido de su madre y había imaginado la solitaria espera
de un tren que la llevaría de vuelta al olvido. Una mujer hecha un manojo de
nervios se había tumbado en el suelo y su grito había rodado por la calle hasta
volcarse, como una moneda que ha perdido empuje. Un joven colgaba de una
cuerda hecha de nieve de Stalingrado. Había visto morir a un piloto de
bombardero en una caja metálica. Había visto desfilar hacia un campo de
concentración a un judío que en dos ocasiones le había entregado las páginas
más hermosas de su vida. Y en medio de todo, veía al Führer gritando sus
palabras y repartiéndolas a su alrededor.
Esas imágenes eran el mundo, que se removía en su interior mientras
seguía allí sentada, con los hermosos libros de cuidados títulos. Se removía en
ella al tiempo que hojeaba las páginas atestadas de párrafos y palabras.
Qué hijos de puta, pensó.
Qué adorables hijos de puta.
No me hagáis feliz. Por favor, no me cameléis y me dejéis creer que algo
bueno puede salir de todo esto. ¿No veis los moretones? ¿No veis esta
raspadura? ¿No veis la herida que tengo dentro? ¿No veis cómo se extiende y
me corroe ante vuestros ojos? No quiero volver a tener esperanzas. No quiero
rezar para que Max esté vivo y a salvo. O Alex Steiner.
Porque el mundo no se los merece.
Arrancó una página del libro y la partió en dos.
Luego un capítulo.
Pronto no quedaron más que trocitos de palabras esparcidos entre sus
piernas a su alrededor. Las palabras. ¿Por qué tenían que existir? Sin ellas nada
hubiera pasado. Sin palabras, el Führer no era nada. No habría prisioneros
renqueantes, ni nadie necesitaría consuelo o trucos palabreros para hacernos
sentir mejor.
¿Qué tenían de bueno las palabras?
Esta vez lo dijo en alto a la luz anaranjada que inundaba la habitación.
—¿Qué tienen de bueno las palabras?
La ladrona de libros se levantó y se dirigió con cuidado a la puerta de la
biblioteca, que chirrió débilmente. El amplio vestíbulo estaba inmerso en un
vacío de madera.
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