LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 333
Markus Zusak
La ladrona de libros
Lo había.
El viernes llegó un comunicado por el que se llamaba a filas a Hans
Hubermann y se le instaba a incorporarse al ejército alemán. Acababan diciendo
que un miembro del partido debía sentirse orgulloso de participar en la guerra.
Si no lo estaba, sin duda habría consecuencias.
Liesel acababa de llegar de casa de frau Holtzapfel. La humeante sopa de
guisantes y las expresiones ausentes de Hans y Rosa Hubermann cargaban el
aire de la cocina. Su padre estaba sentado. Su madre estaba al lado, mientras la
sopa empezaba a quemarse.
—Dios, por favor, no me envíes a Rusia —suplicó Hans.
—Mamá, la sopa se quema.
—¿Qué?
Liesel se acercó corriendo y la apartó de los fogones.
—La sopa. —Se volvió después de rescatarla con éxito y miró a sus padres.
Sus rostros eran como una ciudad fantasma—. ¿Qué pasa?
Hans le tendió la carta. Las manos de Liesel empezaron a temblar a medida
que avanzaba en la lectura. Las palabras habían sido impresas con fuerza sobre
el papel.
COMPENDIO DE LA IMAGINACIÓN
DE LIESEL MEMINGER
En la cocina aquejada de neurosis de guerra, cerca de los
fogones, hay una imagen de una solitaria máquina de escribir
agotada por el exceso de trabajo. Descansa en una habitación
ausente, casi vacía. Las teclas se han borrado y una paciente
hoja en blanco espera derecha en la posición apropiada. Se
cimbrea ligeramente en la brisa que entra por la ventana. El
descanso está a punto de terminar. Una pila de papel del
tamaño de un humano espera sin prisas junto a la puerta.
Podría estar perfectamente soltando anillos de humo.
Para ser francos, Liesel no vio una máquina de escri