LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 320
Markus Zusak
La ladrona de libros
El imbécil y los hombres con abrigos largos
La noche de la procesión el imbécil estaba sentado en la cocina, bebiendo
amargos sorbos del café de Holtzapfel y deseando un cigarrillo. Esperaba que
llegara la Gestapo, los soldados, la policía —cualquiera— para llevárselo, como
creía merecer. Rosa le ordenó que volviera a la cama. La niña remoloneó en la
puerta. Él las despidió a ambas y se pasó las horas muertas esperando hasta el
amanecer, con la cabeza enterrada entre las manos.
No fue nadie.
Todas las unidades de tiempo traían consigo el esperado sonido de alguien
llamando a la puerta y palabras amenazadoras.
No fueron.
No hubo más ruido que el producido por él.
¿Qué he hecho?, no dejaba de musitar.
Dios, lo que daría por un cigarrillo, se respondía. Estaba totalmente
consumido.
Liesel oyó que repetía las mismas frases varias veces y necesitó de toda su
fuerza de voluntad para quedarse junto a la puerta. Le hubiera gustado
consolarlo, pero nunca había visto a un hombre tan deshecho. Esa noche no
habría consuelo. Max se había ido y todo por culpa de Hans Hubermann.
Los armarios de la cocina tenían la forma de la culpa y las palmas de las
manos le sudaban sólo de pensar lo que había hecho. Deben de sudarle, pensó
Liesel, porque tenía las suyas empapadas hasta las muñecas.
Liesel rezó en su habitación.
Con las manos unidas sobre el colchón y de rodillas.
—Por favor, Dios, por favor, permite que Max viva. Por favor, Dios, por
favor...
Sus doloridas rodillas.
Sus magullados pies.
En cuanto apuntó la primera luz del día, se levantó y volvió a la cocina. Su
padre estaba dormido, con la cabeza pegada al mantel, y había un poco de
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