LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 284
Markus Zusak
La ladrona de libros
llegara el invierno. Incluso se decía que había pintado las persianas de alguien
por medio cigarrillo; sentado en los escalones de la entrada había compartido
un pitillo con el dueño. Las risas y el humo se entrelazaban en la conversación
antes de ocuparse de un nuevo encargo.
Cuando Liesel Meminger empezó a escribir, recuerdo muy bien lo que
quiso destacar de aquel verano. Con los años muchas palabras se han desvaído
y el papel está medio deshecho por los roces de llevarlo en el bolsillo, pero aun
así hay frases que no he conseguido olvidar.
UNA PEQUEÑA MUESTRA
DE ALGUNAS PALABRAS ESCRITAS
POR UNA JOVEN MANO
«Ese verano fue un nuevo principio y un nuevo final. Cuando
miro atrás, recuerdo mis manos manchadas de pintura y el
ruido que hacían los pies de mi padre en Münchenstrasse y sé
que un pedacito del verano de 1942 perteneció a un solo
hombre. ¿Qué otro se habría puesto a pintar a cambio de
medio cigarrillo? Mi padre era así, era típico de él
y por eso lo quería.»
Los días que trabajaban juntos, Hans le contaba batallitas. La de la Gran
Guerra y cómo su lamentable caligrafía le ayudó a conservar la vida, y la del día
en que conoció a Rosa. Según él, había sido guapa y, bueno, muy calladita.
—Es difícil de creer, lo sé, pero absolutamente cierto.
Todos los días le contaba una historia y Liesel lo perdonaba si repetía
alguna.
A veces, cuando Liesel se ensimismaba, Hans le daba unos ligeros
golpecitos con el pincel, entre los ojos. Si calculaba mal y el pincel iba
demasiado cargado, un pequeño hilillo de pintura le resbalaba por un lado de la
nariz. Ella se reía e intentaba devolverle la cortesía, pero Hans Hubermann era
un hombre difícil de sorprender cuando trabajaba. Nunca estaba tan despierto
como cuando pintaba.
A la hora del descanso para comer o echar un trago, Hans tocaba el
acordeón y precisamente era eso lo que Liesel recordaba mejor. Por las
mañanas, mientras su padre empujaba o tiraba del carro de la pintura, Liesel
llevaba el instrumento. «Siempre es mejor olvidarse la pintura que la música»,
aseguraba Hans. Cuando paraban para comer, cortaba el pan y lo untaba con la
poca mermelada que quedara de la última cartilla de racionamiento o lo
acompañaba con una fina loncha de fiambre. Comían juntos, sentados en los
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