LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 285

Markus Zusak La ladrona de libros cubos de pintura, y en cuanto acababa el último bocado ya estaba limpiándose los dedos y abriendo la funda del acordeón. Las arrugas del mono de trabajo se le llenaban de migas de pan. Los dedos salpicados de pintura se abrían camino a tientas entre los botones y peinaban las teclas o se eternizaban en una nota. Los brazos impulsaban el fuelle e insuflaban al instrumento el aire que necesitaba para respirar. Liesel se sentaba con las manos entre las rodillas, mientras la luz del día se alejaba de puntillas. Deseaba que esos días no tuvieran fin y siempre recibía con gran desilusión la llegada de la oscuridad, que avanzaba a grandes zancadas. En cuanto a la pintura, para Liesel tal vez el aspecto más interesante fuera la mezcla. Como la mayoría de las personas, asumía que su padre se limitaba a llevar el carro a la tienda de pintura o al almacén donde pedía el color deseado. No se había dado cuenta de que casi toda la pintura venía en bloques en forma de ladrillo, que a continuación había que estirar con una botella de champán vacía. (Las botellas de champán, le explicó Hans, eran ideales para el trabajo, ya que el cristal era ligeramente más grueso que el de una botella de vino normal y corriente.) Una vez bien estirada, se añadía agua, blanco de España y cola, por no entrar en detalles sobre lo difícil que era encontrar el color adecuado. Los conocimientos que requería el trabajo de Hans le reportaron un mayor respeto. Estaba muy bien compartir pan y música, pero para Liesel también era motivo de orgullo saber que él era un maestro en su oficio. Ser bueno en algo era interesante. Una tarde, días después de que su padre le explicara lo de las mezclas, estaban trabajando en una de las casas más acomodadas al este de Münchenstrasse. Poco después del mediodía, Hans la llamó para que entrara. Estaban a punto de ir a una nueva casa cuando oyó la voz de su padre, más alta de lo habitual. Hans la llevó a la cocina, donde un hombre y dos mujeres mayores los esperaban sentados en unas delicadas sillas muy refinadas. Las mujeres iban bien vestidas. El hombre tenía el cabello blanco y unas patillas tupidas como setos. En la mesa descansaban unas copas, llenas de un líquido chisporroteante. —Bueno, ya estamos todos —anunció el hombre. Alzó su copa y animó a los demás a hacer otro tanto. La tarde había sido calurosa y a Liesel la desconcertó lo fría que estaba la copa. Miró a Hans en busca de su aprobación. —Prost, Mädel. Salud, jovencita —brindó, sonriéndole abiertamente. Entrechocaron las copas y en el momento en que Liesel se la llevó a la boca, el burbujeante y empalagoso sabor dulzón del champán le corroyó los labios. 285